por Gabriel Bonetto

  Rígida la postura del militar. La silla es de mimbre y  a pesar de su fragilidad lo sostiene con solidez. Ese rostro demuestra tenacidad – especula en su pensamiento Hilda-,  una firmeza del derrotado que posee la sabiduría del futuro triunfador.  Parece un muñeco de cera que sentado en el museo espera ser visto por la muchedumbre. El militar respira y pestañea. Solo eso. No responde las preguntas de los que lo acompañan. Las preguntas no son tales, son verdaderas bromas convertidas en cobardes degradaciones –vuelve Hilda a pensar-. Superioridad es lo que demuestra el militar cuando fija su mirada hacia Hilda y a los otros tres jóvenes que se encuentran con ella.  La mujer vuelve a preguntarse en su interior: ¿Por qué que no parece abatido, por qué disfruta la agonía?

   Uno de los jóvenes toma mate. El termo aferrado con su brazo derecho, abrazándolo con tenacidad. Realiza una vista panorámica por la pequeña habitación. Las paredes son blancas, con un gris de polvo que se observa mejor en los ángulos que se unen con el techo. No hay muchos muebles, solo un sillón marrón gastado por el paso del tiempo, y una pequeña cajonera beige. El joven que toma mate habla. Se dirige hacia el militar y le convida agua. Con un leve movimiento de cabeza el militar acepta el ofrecimiento.

     La mujer es la más joven del grupo. Es rubia de pelo lacio. Parece molesta con su pelo. Un nuevo disfraz, uno más –piensa y protesta Hilda-. ¿Cuánto más tengo que soportar estas cosas? ¿Cuánto más tengo que estar alerta a que alguno cante y me vengan a buscar? Todo eso se pregunta Hilda, mientras observa al hombre atado a la silla de mimbre.

    Javier lo llaman los demás. No importa su verdadero nombre, nadie tiene que saberlo. Su nombre anterior fue borrado y quién sabe cuando podrá volver a utilizarlo. Es un joven alto y corpulento. Su voz concuerda perfectamente con su físico. Una voz imponente cargada de fortaleza. Fuma, despide una bocanada de humo espeso. Imagino que sabe porque está aquí, pregunta. Después de producido el silencio, tan esperado como lógico, el militar carraspea y lanza una respuesta corta pero vehemente: Soy un soldado preparado para la guerra. Los jóvenes ríen. Cada vez que escuchan la palabra guerra  no aguantan la risa.  Hilda no lo hace, solamente los mira. No entiende las risas que se van desplegando por toda la habitación. El eco suena impetuoso, como si un largo desamparo hubiera sensibilizado su vibración.

   Sirve mate Javier, se lo acerca a la joven rubia, quien lo toma y enseguida estudia el contenido de la infusión. Piensa Hilda. Los recuerdos la acechan sin escrúpulos y la trasladan al pequeño jardín ubicado en la parte de atrás de la casa familiar. Allí solían reunirse sus padres y el tío Alberto. La parrilla era el lugar ideal para compartir la mejor carne del barrio, como decía siempre su padre. Los domingos empezaban con mate. Lo seguían los quesos y salamines que acompañaban al vermouth. Las charlas de los hombres comenzaban con la previa de la fecha de futbol. La memoria es tan selectiva como enigmática. Recuerda Hilda nombres como Amadeo Carrizo y Pipo Rossi, piezas claves en el equipo de River campeón, según el tío Alberto. La chica con bucles escucha a su padre y a su tío discutir. No polemizan sobre futbol. Unos bombardeos en una plaza son el motivo de la pelea. Son los insultos que se propagan sin parar y el plateado del arma de mi tío Alberto brilla en el rostro pálido de mi papá.  
     La memoria es selectiva y misteriosa- piensa Hilda.
     El sonido de una voz interrumpe el recuerdo de la joven. Pablo, que también utiliza un  nombre falso, parece el más tranquilo de los jóvenes. Tiene estatura mediana y el pelo ondulado. Es flaco. Pablo manejó el auto que los trajo hasta esta casa fuera de la ciudad. También es el máximo responsable de la operación, el más preparado. Es un tipo engreído, altanero –dice para si misma Hilda-  pero también valiente e idealista, capaz de dejar su vida por una causa. ¿Acaso –insiste la joven que sigue arreglando su pelo rubio- la vida y la muerte sean lo mismo para esta gente? Siente desprecio: por Javier, Pablo y por el militar que continúa en silencio. También conmigo misma –se compadece Hilda- que no soy capaz de asumir la verdadera responsabilidad.
     Todos saben que la noticia ya está en los titulares de los diarios. Nadie en esa casa siente curiosidad sobre las repercusiones. El militar continúa integro, inquebrantable. En un mínimo movimiento del parpado parece decirles a sus captores que todo está bien, que no tiene rencor, que va a aceptar cualquier represalia.  Javier sonríe. Poco importa lo que piense,  señor, le dice. La palabra señor suena ridícula, recargada de burla -piensa Hilda.
       Pablo lo desata. Lo hace con movimientos lentos y pacientes. El tiempo parece suspenderse, un tiempo cercenado que dura hasta que el militar se pone de pie.
         
           La ceremonia comenzará en unos minutos. La habitación contigua ya estaba preparada: un sillón de pana roja; un pizarrón que tapa una vieja pared; tres sillas que enfrentan, perfectamente equilibradas, al sillón; un cuadro en blanco y negro de una fotografía de un antiguo presidente. Observa Hilda el retrato, lo recorre por todos los contorno. Sus dedos se trasladan a la foto  y la bordean con delicadeza. El antiguo presidente parece estudiar a todos con su mirada. Se sospechan sus discípulos –especula en su pensamiento- , sus adictos que se creen los dueños del mundo.   Ya estoy acá –continúa- entre la espada y la pared, encerrada entre cuatro tipos que no saben que todo, indefectiblemente, terminará de una sola manera.
                    
      Todos están sentados. Los jóvenes enfrentan al militar.  Pablo tiene un libro entre sus manos, lo golpea suavemente con la punta de los dedos. ¿Cuándo claudiqué, cuándo me di cuenta del simulacro de revolución –vuelve a preguntarse Hilda-. ¿Quizás cuando llegué a esta casa deshabitada, cuando olí  la humedad insoportable que había empezado a quemar mi cuerpo?   El encargado del  trabajo es Pablo, quién luce un arma que le da una seguridad inquebrantable, una automática que ostenta con desdén y desparpajo. No lo puedo permitir –concluye en su pensamiento la joven de pelo rubio.
         Pablo comienza a leer. El discurso transcurre repleto de palabras formales y religiosas. Son palabras vacías, carentes de significado, silenciosas –asegura Hilda. Ya no tengo dudas, es el momento indicado.
       La memoria es selectiva y enigmática –piensa Hilda.
       El arma tiene un brillo plateado, como el arma de mi tío Alberto –recuerda. La toma con una seguridad que ni ella misma reconoce. En voz baja cuenta hasta tres y oprime el gatillo sin misericordia.
       
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