Crónica en primera
persona del momento en que Lucas se hizo canción.
Por Luís Pisani
Había empezado como una discusión. "Yo no lo conocía,
pero era amigo de Romi. Ella lo encontró esa mañana en la estación de Padua y
no tomó el tren por casualidad. Se había olvidado algo en casa. Pero él sí y
pasó lo que pasó. También era amigo de Mercedes. Y de los chicos de Casa Frida.
"No digás "era". Lo estás matando así", me dijeron en el
tren. Estábamos yendo para Once, tarde. La manifestación empezaba a las siete.
Yo contesté, sólo por pedantería: "Está catalogado como Desaparecido. Es
un vacío, una no-persona. Ese es el sentido de la definición. Sólo encontrando
su cuerpo recupera su condición de sujeto. Pero yo tengo fe, lo van a
encontrar." Más tarde me sentí culpable por lo que decía.
Recién un rato
más tarde entendí que la que estaba usando era una máquina de muerte. Es decir,
lo sabía. Fue una frase típica, de siempre. Pero fue recién ahí que de verdad
lo entendí, cuando las puertas se abrieron y hubo gente que salió y gente que
entró en ese bicho enorme que se seguía moviendo, como siempre, andando,
alimentándose, jugando, la vida de las cosas, con su gemelo maligno muerto a un
costado, su hermano, su imagen en el espejo, y sin embargo, ojos sordos, oídos
ciegos y a otra cosa mariposa. Me dio asco, un asco doble. No se puede confiar
en una criatura que no respeta a sus muertos.
Once, estación.
Una funda enorme ocultando el cadáver del titán: Cronos empachado. Y adelante
estaba el hombre siendo ritual: rito de dos caras, las dos caras de la pena. De
un lado la furia, el disconformismo y la voluntad de negar una impotencia
aceptada. De ahí venía el ruido. No sólo de las chispas de las manos y las
chapas y las voces que pronto arderían en plena estación para ser reprimidas
por la fuerza policial. Del otro lado la esperanza que es espera, exhausta
espera, y un amor y un apoyo que resuena en todos porque, como todo amor
sincero, viene de un corazón roto. Los familiares, los amigos hechos desde antes
y los que se hicieron después, todos compartiendo ese amor sin palabras, en un
silencio de bocas que no saben qué decir porque lo que se tiene que decir,
todavía no llega. Todos en el círculo esperando llenar la ausencia. Todos
sumábamos Lucas.
Entonces ocurrió
lo de la televisión. Eran las 19:40. Su foto estampada en plena pantalla y un
subtítulo que lo volvía la víctima 51. Lo habían confirmado, pero a nosotros
nadie nos dijo nada, y luego de tanta mentira inflando el aire no estábamos
dispuestos a creer. Alguien vino y nos dijo que nos teníamos que mover. Habían
dado la orden de desalojo, iban a reprimir. La estación se llenó de policías y
todo perdió su orientación. Entonces algo se rompió. Un sello, algo. Los
fantasmas de Once se liberaron. Una mujer se me acercó. Era la mamá de una
nena, víctima de la tragedia de Cromañón. Un dolor actualizado y una herida que
se abre. Demasiado cerca, demasiado ahí. Doscientos metros. La miré y me miró y
un mismo dolor nos cruzó. Así como vino se fue. Para ese momento yo ya había
perdido una amiga y otra que estaba del otro lado, en el andén 11, donde los
policías nos prometieron que estaríamos bien. Gente iba de un lado a otro con
la sensación de algo a punto de ocurrir. Corrí a la puerta, tironeo y afloje,
tironeo y afloje y la policía me hizo pasar. Cerraron la puerta con mi amiga
afuera. Los policías, amigos del blanco y el negro y las cosas claras, no
entendieron. Discusiones sin llegar a nada y mi amiga se perdió. Entonces
caímos todos en una calma extraña. Los ruidos se escuchaban distantes. Y luego
el humo, el gas, las siluetas corriendo, gente saliendo por los andenes para
respirar y escupir y llorar. Un policía apareció
ensangrentado, otro le pegó a un chico en el piso. Nosotros lejos. Ahí mismo y
pero lejos. Con la espera encima. Finalmente trajeron la noticia. Para
nosotros, recién entonces. Eran casi nueve de la noche. Me acuerdo que fue ahí
que noté lo mucho que éramos, juntos, una pequeña multitud y una gran familia.
No escuché las palabras pero sí la tristeza y así fue como me enteré. El
llanto, los abrazos, los gritos y la bronca y la tristeza a flor de piel y en
todos. El nudo en la garganta y un balbuceo general. Todos mal. El aire era de
agujas que pinchaban los ojos y las lágrimas caían. Yo no lo conocía y los ojos
me picaban de sal. Romi se puso a llorar por Lucas y por su otro Yo muerto en
un tiempo paralelo, casualidad que simplemente se dio en no darse. "Yo me
iba a subir a ese tren de mierda". Algo en ella moría también.
La cosa en la
estación se calmó y la policía nos pidió que abandonemos el andén. La calle
estaba rara. Las patrullas y las ambulancias con sus luces nos iluminaban las
caras. Nos mirábamos pero como secos. Todos secos. Lo dicho estaba dicho. Me
senté en la vereda mientras miraba el resplandor de lo que de lejos parecía una
batalla campal. Sobre Pueyrredón todavía latía un agite. Más tarde vería otra
cosa en eso, el acontecimiento duplicado en su farsa: gente usando banderas que
no eran las suyas, la policía exagerando y gendarmería desplegando su propio
show de saltimbanquis. Entonces una chica se desarmó en lágrimas al lado mío.
"Que vayan ellos a decirle que el padre está muerto. Ahora tenemos que ir
nosotros. Cómo hacemos, Cómo hacemos". Me sentí una mierda por no saber
qué decirle, por no poder decirle nada. Cómo emparcharle la herida si yo
también estaba roto. Todos rotos. Aplaudiendo tristemente a ese familiar roto que
se va. Pero también al amigo, al chico, al vecino roto que se fue, y también a
nosotros: los rotos.
Fotos: Lucas Poladian
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