Sobre preguntas, imposibilidades y periodismo

A quince años de la muerte del escritor Osvaldo Soriano.
Por Gastón Malgieri





“(…) Talentosos o mediocres, pocos escritores quedan conformes con su obra recién terminada y de inmediato empiezan a reescribirla, a retocarla, a disecarla, a cortarla en rodajas. Siempre a solas. Porque un escritor está siempre igual de solo que un corredor de maratón. De esa soledad debe sacarlo todo: música celeste y ruido de tripas. Y también la peregrina ilusión de que, un día, alguien decida abrir su libro para ver si vale la pena robarle horas al sueño con algo tan absurdo y pretencioso como una página llena de palabras".


Osvaldo Soriano
"Soriano por Soriano"
Seix Barral, 2010




¿Qué pensaría el Gordo del “proyecto nacional y popular”? ¿Qué pensaría el Gordo de la transformación de Página/12, aquel “pasquín” que co-fundó en 1987, junto a Lanata y una cantidad innumerable de colaboradorxs cansadxs del periodismo amarillo? ¿Qué diría respecto a lxs trabajadorxs de prensa que no cobran sus notas o que son parte del mecanismo imbécil de la censura, en nombre de “la línea editorial”? ¿Qué hubiera dicho respecto del asesinato de José Luís Cabezas, de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán o de Mariano Ferreyra? ¿Y de la desaparición de Julio López o Luciano Arruga? ¿Qué pensaría de la apropiación del término “periodismo militante” por parte de grandes corporaciones de medios que confunden propaganda berreta, sin sustento y creada a partir de recortes discursivos, con escribir poniendo el cuerpo, haciéndose cargo de las ideas políticas, como hizo él infinidad de veces? ¿Qué pensaría de la lógica aniñada de Diego Gvirtz (productor de 678, Televisión Registrada y Duro de Domar) que, como un mal docente de periodismo, interpela a sus televidentes con recursos estilísticos de una escuela de Goma Eva por correspondencia? ¿Qué pensaría de “Carta Abierta”, de “Plataforma 2012”, de tanto intelectual “preocupado” por el correr de los acontecimientos?




Mar del Plata, la ciudad que nos vio nacer, se apropió de su nombre. Eso suele suceder con los muertos que reciben el mote de “ilustres” una vez que abandonan la superficialidad de la tierra. Esos muertos que, mientras erguían sus corporalidades difusas por sobre el horizonte del asfalto, eran ignorados con la misma meticulosidad con que un entomólogo disecciona una mariposa de Europa del Este.

La ciudad que nos vio nacer hizo de su figura — desdeñada durante años— esas calcomanías quita-sentidos que implotan una vez que nuestros caídos ingresan en la popularidad y la distinción berreta que genera la culpa judeo-cristiana.  



Fue luego de su muerte que la biblioteca pública del balneario que se ensancha con el calor del verano estampó con orgullo de boliche bailable en decadencia, y a través de la firma de la ordenanza lava-culpas de rigor, la nomenclatura en letra de chapa galvanizada de este hijo, que se dignaron a reconocer recién cuando el prestigio que les legaba cuadró con la chabacanería retórica de los programadores culturales del municipio. Esos mismos programadores culturales que tomaron prestadas sus señas de identidad para nombrar al premio municipal de literatura. Esos mismos seres nefastos que, en nombre de lo que ellos consideran “arte”, reparten subsidios y premios intelectuales para quienes se arrodillan ante sus puestos en los recovecos del Estado. Pues allí es donde se mide, desde el piso, a los famélicos artistas que arañan el reconocimiento que los lobos marinos se niegan a otorgarles. Ese reconocimiento que vale lo mismo que una foto entre el intendente fascista de ocasión y la vedetonga dictatorial que tapa su pasado con las plumas arrancadas de algún animal en vías de extinción. Todo sea, siempre, porque en Capital (la madre nodriza de todas las cosas) “nos vean”. Todo sea porque la lógica con la que se televisa el lanzamiento de la temporada estival, repetida en el caleidoscopio miope de la cadena nacional, llene nuestros anhelos de trascendencia lírica.


Nuestro único cruce se trató, en realidad, de un breve intercambio de gestos. Un instante, fugaz, sin demasiado contacto, en el que apenas medió un titubeante “gracias”, escupido con el mismo nervio de una groupie que quiere abrazar a su idolatrado adolescente tardío, vocalista proto-punk de una banda norcoreana que solo ella¸ en la intimidad de su cuarto pre-púber, escucha.

La escena podría construirse más o menos así: ella está temblando frente a él y descubre que exhibe pornográficamente los mismos alfileres de gancho en idénticos bolsillos rotosos de una camisa igual a otras tantas desteñidas por el apuro y el desdén de la anilina. En ese instante se le revela que ese hombre, al que le rinde culto, es tan terrenal y tan cercano como cualquier otro ser sobre la faz de la tierra. Y le enciende su cigarrillo, como si en ese gesto se le fuera la vida. Y en vez de esperar algún soplo de agradecimiento de su ídolo, es ella la que agradece la posibilidad de servirle la carencia de su encendedor barato con la torpeza que le hace parir su obnubilación.

En la vida real, hace 17 años atrás, Soriano daba una charla en el Aula Magna de la Universidad de Mar del Plata. Cuando terminó, y en medio de la marea de obsecuentes que siempre, por definición, circundan a las “estrellas”, el Gordo salió desesperado a fumar.

En nuestro cruce hubo un encendedor, el cigarrillo del proto-punk de la escena antes descripta era uno de sus eternos habanos, y tuve la vital impresión de que habría muchísimas cosas que hubiera querido preguntarle en ese momento con la excusa de encenderle el vicio. Pero jamás se las pregunté. Un encendedor (el único en una multitud) fue la excusa para mirarlo a los ojos y decirle en silencio que lo admiraba profundamente, mientras él encendía el tercer puro de la tarde.

Ese instante también es el único recuerdo de “cariño” que conservo de mi padre en los 19 años que compartimos juntos.  Fue él quien me dijo que el Gordo se presentaba esa tarde. “Viene a dar una charla el fulano ése que te gusta a vos”, dijo, como quien dice, “andá a comprar una docena de huevos y no vuelvas hasta dentro de un rato”.

Ese momento, ese “encuentro”, se conserva en mi memoria como algo iniciático, fundacional. Una especie de “a partir de ahora”.

Su charla en la UNMDP no pude dejar de verla como una hermosa ironía: el Gordo iba a hablar de su obra en el ámbito académico, donde fue (y sigue siendo) vapuleado por su descarnada visión del peronismo, por su prosa simple, porque insistía en reivindicarse periodista, porque insistía en decir (una y otra vez) que la literatura no le importaba  (mientras varias de sus obras se habían convertido en “best-sellers”) o simplemente por pereza intelectual de los llamados “canónicos” de las letras. El Gordo ocupó ese tarde un espacio que no le era incondicional, sino todo lo contrario.

Desde temprana edad comencé a sospechar del prestigioso y cuestionable tufillo que emana de lo académico. Desde temprana edad, y gracias al Gordo Soriano, comencé a sospechar de los tronos que se construyen a partir del simple papelito que avala y da autoridad moral a aquellos que miran por encima de sus títulos y condecoraciones.  Desde temprana edad, y a partir de ese simple gesto del Gordo, empecé a entender para qué sirven los títulos. No sólo los universitarios.

En la mochila llevaba una copia de la novela que había editado en 1990. El ejemplar de Sudamericana, con la imagen del viejo hotel rutero y el auto negro, temblaba dentro como una molotov a punto de explotar. “Una Sombra Ya Pronto Serás” fue el primer libro que me compré con mis magros ahorros de entonces. Y mi primer encuentro con la literatura.

No recuerdo demasiado de esa charla. Sí sus comentarios respecto a la falta de reconocimiento por parte de los académicos. Recuerdo perfectamente su “Qué se le va a hacer, ¿no?”.

Dos años más tarde, Osvaldo Soriano moriría de cáncer de pulmón. Y yo empezaría a construir en mi cabeza la idea de la soledad del artista, la idea de que el artista —como dice el epígrafe que acompaña esta crónica— está, por definición, absolutamente solo. Desde la soledad el escritor tiene que sacarlo todo. Incluso la secreta esperanza de que alguien, alguna vez, pierda su preciado tiempo leyendo lo que uno ha escrito.

Esa vez fui echado de mi casa por mi padre. Esa vez el Gordo ocupaba un espacio que le era ajeno. Esa vez le di fuego sin que mediase más que un tibio “gracias” balbuceado por mi boca adolescente. Y son tantas las cosas que me hubiera gustado preguntarle. Muchísimas. Varias de ellas están al principio de este texto.
Si hoy tuviera una posibilidad, por remota que fuera, seguramente le daría fuego, le diría que lo he leído (y lo seguiré haciendo), obviando la pacatería insoportable que me ha dejado su ausencia, y simplemente le diría: “Gordo, seguí escribiendo”.


Foto: Diario El Mercurio

1 comentarios:

Cristian Franco dijo...

cross a la mandíbula...

es decir: excelente

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