para Lucas y Daiana,
que sabrán disculpar este censurable retorno a viejas mañas


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by Chaoddict
No puedo hoy no acordarme de él.
Rojas, el santiagueño Rojas. Nunca destacó de entre el resto de la población. Tampoco era un tipo al que le gustara andar haciéndose notar, por otra parte. Sin embargo, puedo decir que era un individuo singular. Un bicho raro. Justino Augusto Rojas. No deben ser pocos los que todavía se acuerdan. Cincuenta y pico de años, corto de estatura, morrudo, tez morena, tenía un carácter reposado y profesaba una economía de palabras que lo hacían parecer un poco lerdo. Le gustaba mucho leer, en especial libros de química, de física, de filosofía, aunque también más de una vez lo vi con esas novelitas rosas tipo Corín Tellado. Para retrucar a los que aún hoy dicen que era medio retardado, bastaría con recordarles, además de esa afición por la lectura, el brillo pícaro, casi maligno que, en ocasiones, le aparecía a Rojas en los ojitos negros. No señor. Tonto no era. Lejos estaba de eso el muy desgraciado.
Familia no le conocí, pero por una cosa y otra no tardé mucho en enterarme (y no por boca suya) de que tenía una hija, allá en Santiago. Una vez lo pesqué escribiendo una carta (pienso que la única que escribió mientras estuvo con nosotros, aparte de la otra), pero apenas me sintió cerca la tapó con el brazo y solamente pude leer el encabezado: Mi chiquitita Aurora. Que yo sepa, nadie lo visitó ni lo llamó jamás. Tipo reservado, de esos que solo cuentan lo mínimo e imprescindible. Desde la primera vez que lo vi tuve la sensación de que se guardaba algo. Y algo grande. Era de los pocos que miraba directamente a los ojos cuando hablaba. A muchos eso les incomodaba, pero no era un tipo del que hubiera que cuidarse. Por lo menos en eso estábamos todos de acuerdo. Nunca tuvo problemas graves con nadie, más allá de los usuales altercados o cruces de palabra que ocurren inevitable y regularmente en cualquier penal (cuando se calentaba era un puteador de aquellos y sabía defenderse bastante bien, a mano limpia o con arma blanca).

Sí. Algo se guardaba el santiagueño. Cuando llegó, pasó casi desapercibido para todos. Era uno más, otro fantasma guardado. Eso sí: igual la información no tardó en empezar a burbujear por acá y por allá, como pasa siempre. A los pocos días no había nadie que ignorara que lo habían trasladado por unos “problemitas” (cuando pude entrar en confianza me mostró el facazo que le habían dado abajo de las costillas: nueve puntos), que era estafador, que le quedaban siete años y cuatro meses, que había encamado a un banco con cheques falsos (medio palo verde decían algunos, palo y medio, otros, y estaban también los que preferían insinuar o imaginar una cifra vaga e irreal), y —lo más importante para la mayoría— que nunca nadie había encontrado la guita. Se hizo respetar enseguida. Tenía algunos compinches (el tuerto Aguirre, el negro López), pero casi siempre andaba solo. En el patio uno lo veía ir y venir, callado, lento, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos; a veces, levantaba la cabeza y se quedaba parado así, mirando el cielo, como buscando algo. Qué busca, Rojas, le pregunté una vez.
—Una solución... Una solución que no sea seguir esperando— me respondió, y siguió caminando.
En los pabellones se hizo conocido por sus empanadas (que picaban hasta el alma y eran las mejores que nadie hubiese probado nunca) y por sus tortillas con chicharrón; también porque tenía cierta habilidad para arreglar aparatos eléctricos. Muchos en su momento le preguntaron por la plata.
—Está bien escondida— respondía siempre, y nadie sabía si lo decía en serio o en broma, así que en poco tiempo todo el mundo desistió de averiguar nada más. Algunos dicen que al tuerto Aguirre le dijo dónde, pero ese ya tampoco la puede contar.
Haciendo un cálculo grueso, podría decir que pasaron tres años sin novedades. Capaz que cuatro. Rojas hacía la vida de cualquier otro recluso, con su sobresaltada monotonía, con su tiempo controlado y etiquetado, con sus tres horas diarias de sol y los partiditos de fútbol dos veces al  mes, con las violencias sucediéndose regulares y previsibles, con la suciedad, promiscuidad y estupidez que adornan la vida cotidiana de cualquier interno. Por buena conducta, empezó a gozar de acceso a la biblioteca del penal y podía llevarse los libros a la celda si quería; también asistía regularmente a los talleres de electricidad y de carpintería. Entonces, en un momento empezamos a notarle un cambio de actitud. A primera vista nada para alarmarse. Pequeñas cosas, boludeces. Su celda, por ejemplo. Siempre había destacado por su orden y pulcritud, pero en aquel tiempo se volvió un desastre, un quilombo de libros, papeles, cables y cablecitos, maderas y maderitas, frascos y frasquitos, y él metido ahí casi todo el día, leyendo o metiéndole mano a cosas que vaya a saber uno qué carajo eran. Claro que a nadie le preocupó demasiado: todo el mundo estaba convencido de que, por más que anduviera siempre leyendo y haciéndose el interesante, el santia era medio retardado, así que no podía andar tejiendo nada ni remotamente peligroso.
Un día me acerqué hasta su celda y le pregunté qué mierda estaba haciendo (Rojas tenía la cabeza metida en un libraco viejo y enorme, de tapas duras y forrado en cuerina, bastante lastimado).
—En qué mierda anda, Rojas.
—Nada... nada...— me contestó, sin desenterrar su cabeza del libro.
—Vamos, cuentemé, que hoy ando conversador...
Con lentitud y resignación cerró su libro. Me miró unos segundos y le brillaron los ojitos.
—Fíjese usted, Domínguez, que hay máquinas para todo... para todo...— hizo una pausa, como si estuviese ordenando sus ideas—. Máquinas para cocinar, para volar, para mirar lejos y para mirar muy cerquita, para andar arriba y abajo del agua; máquinas que hacen música, que pintan, que cavan, que arrastran, que limpian. La verdad que a veces no lo puedo creer... Máquinas que curan, máquinas que lastiman, máquinas que piensan. ¿A usted no le parece increíble?
—Es la tecnología —le respondí, un poco desconcertado por su insólita efusividad. Eran contadas con los dedos de una mano las veces que lo había escuchado pronunciar más de cinco palabras seguidas.
—Claro, claro. La tecnología... pero así y todo, yo no lo puedo creer... —Rojas se rascaba insistentemente el brazo izquierdo— Fíjese usted, hasta este lugar... estas paredes, esta reja... también son una máquina. Nadie se da cuenta, pero... La máquina de encerrar, la llamaría yo. La encerradora. No… La enjauladora, mejor. Porque no digo sólo las paredes, las cerraduras, las luces, la vigilancia, los horarios... Hay algo más... No sé cómo decirle... A uno todo esto se le mete muy adentro en la cabeza, ¿vio?... Usted lo debe sentir también, aunque esté del otro lado lo debe sentir. Esta máquina hace que las paredes se le vayan metiendo a uno de a poco en la cabeza, bien hasta el fondo... No sé bien cómo explicarme... es raro, ¿no?... Pero lo que puedo decirle es que la enjauladora funciona. Y funciona muy bien: lo vuelve a uno un enjaulado. Porque para ser un enjaulado no alcanza con que lo castiguen a uno metiéndolo acá, en la máquina... Para transformarse en un enjaulado toda esta máquina tiene que hacer su trabajo, y para eso se necesita tiempo... Pero una vez que está hecho... bueno... una vez que está hecho uno no deja nunca de ser un enjaulado, aunque esté afuera, en la calle, ¿no le parece?
El santiagueño me miró fijo, como esperando una respuesta y al mismo tiempo sabiendo que yo no podía responderle nada.
—Sí... puede ser... —dije por decir algo.
—Claro... hay que pensarlo... es una idea interesante... —dijo Rojas, y, después de quedarse unos segundos mirándose la roncha que se le había hecho en el brazo, volvió a abrir su libraco.
Para ser sincero, no entendí hasta mucho después lo que Rojas había querido decirme. Nunca fui un tipo demasiado despierto, para qué negarlo. Siempre acepté que hay cosas para las que a uno la cabeza no le da. Por algo terminé haciendo lo que hago: no se necesita ser muy inteligente para hacer mi trabajo. Lo único que hace falta es un poco de viveza, un poco de carácter y mucho huevo; el resto es pura rutina, acostumbramiento y reflejos: aprenderse de memoria la lógica caprichosa de lo inesperado como para que no te agarren con los pantalones abajo. Con el tiempo (y ya llevo más de 25 años en esto) todo se vuelve encajable y uno aprende cómo amoldar al milímetro cada pieza, con qué herramienta laburarla, dónde meterla, como cambiarla de lugar. Pero más que nada uno tiene que saber vérsela venir, estar atento a los movimientos, a los gestos, a los olores; uno tiene que captar hasta el más imperceptible cambio de temperatura, porque sino al menor descuido te la dieron y quedás pataleando en el aire como un pobre gil.
Algunos de mis compañeros me preguntaban por el santiagueño.
—Che, Domínguez, ¿ese santiagueño hijo de puta qué mierda está haciendo ahí adentro? No estará armando una bomba, ¿no?
—Vaya uno a saber —decía yo siempre— Está medio chiflado.
No sé si realmente lo estaba, pero más allá de provocar cierta incomodidad o desconfianza en algunos, las peculiares actividades de Rojas no jodían mucho que digamos, así que lo dejábamos tranquilo.
Por eso el incendio no se lo esperaba nadie. Nadie.
Empezó tipo cuatro de la mañana y fue tremendo. No pudimos hacer nada para apagarlo, aunque lo manguereamos más de una hora. Los bomberos dijeron algo así como que la combustión había sido provocada y sostenida por algún tipo de reacción química. Lo más extraño fue que no se extendió: el fuego sólo ardió en la celda de Rojas y no perdonó nada. Pero nada de nada: del santiagueño no quedaron ni los huesos chamuscados. Según explicaron los peritos (o por lo menos es lo que pude sacar en limpio de todo ese palabrerío atravesado que usan) la temperatura alcanzada dentro de la celda y el tiempo de la combustión fueron suficientes como para carbonizar todo lo que había adentro. De alguna manera la celda se había convertido en una especie de incinerador alimentado por todas esas cosas raras que el santiagueño tenía ahí guardadas.
La investigación no duró. Oficialmente, le atribuyeron todo a un accidente originado en un desperfecto eléctrico, aunque los peritos habían establecido que el incendio fue, casi con seguridad, intencional (claro que no se les dio ni el tiempo suficiente ni la colaboración necesaria como para que realizaran todos los análisis que hacían falta para establecer con precisión las causas del siniestro). En todo caso, la versión del accidente dejó tranquilo a todo el mundo y le evitó problemas a muchos; y claro, a mí entre esos muchos. La calcinación de un santiagueño estafador y lo suficientemente pelotudo como para prender fuego su propia celda no era una cuestión por la que alguien estuviese dispuesto a tomarse demasiadas molestias, así que todos concluimos masomenos tácitamente que lo más adecuado para lidiar con el asunto era hacer pocas preguntas, bastante silencio y dejar que las cosas se enfriaran solas. Por suerte, nadie apareció para reclamar o llorar los restos que no hubo, lo cual hizo todavía más sencillo el papelerío necesario para darle pronta salida y resolución a lo que había sido la minúscula existencia en el sistema penitenciario federal de don Justino Augusto, 55 años, soltero, de nacionalidad argentina, con condena firme por estafa. Algunos ganchos, algunos sellos, y a otra cosa. Uno menos.
Más tarde, claro: que más vale, que era sabido, que se veía venir, que cómo lo dejaron a ese santiagueño hijo de puta tener todas esas cosas en la celda, que yo siempre dije que eso iba a terminar mal, que yo sabía que no se traía nada bueno entre manos, que qué otra cosa se podía esperar de un retardado como el santia… En fin, la típica capacidad profética y previsora que le nace a todo el mundo justo después de que pasan las desgracias.
Supongo que, de no ser por la carta y lo que vino después (lo que viene ahora), más tarde o más temprano me hubiera olvidado de Rojas, como me he olvidado sin voluntad ni esfuerzo de tantos otros, y a esta altura sería como mucho otro recuerdo borroneado e inútil. Llegó algunas semanas después del incidente y era bastante breve:


6.10
Papá:
Perdón que no te pude escribir antes. Ando con alguno problemas, con poco tiempo. Nada grave, pero sería largo de contar. Fue gran alegría recibir noticia tuya después de tanto tiempo. ¿Cuántos años han pasado?
La plata sigue llegando puntual todos los meses. Gracias. Mario quiere que te diga que no nos hace falta, pero la verdad es que sí. Él porque es muy orgulloso, pero está muy jodida la mano por acá, cada vez peor.
Los chicos todos muy bien, creciditos y con salud, que es lo importante.
Es lindo que estés istalado en Buenos Aires. ¿No extrañás? Yo creo que extrañaria mucho, estoy tan acostumbrada. Acá también es lindo, aunque sea mas difícil todo. Contame mas de qué es lo que andás haciendo por allá. ¿No tenés teléfono?
¿Cuándo vas a venir? Les dije a los chicos que iban a conocer al abuelo. Yo sé que es complicado, pero sería tan lindo.
Te abrazo enorme, papá. Mario también te manda saludos, y los chicos. No tardes mucho en contestar.
Auro

El sobre tenía sello de Santiago del Estero. La dirección del destinatario era la de mi casa, pero claramente la carta estaba dirigida al Sr. Justino Augusto Rojas. ¿Un error? Era demasiado. ¿Una broma post mórtem? No supe qué pensar y no quise darle importancia. Pero un mes y medio después llegó otra, más breve aún.

Papá:
Espero todavía tu respuesta a mi carta del seis de octubre. Capaz hubo algún problema con el correo. En todo caso, no hemos recibido noticias desde la última tuya de septiembre.
Abrazo y cariños de tu chiquitita.
Auro

¿Por qué respondí y firmé “Justino”? ¿Por qué escribí con esa letra que no era la mía “Te quiero mucho, espero poder verlos pronto”? Todavía, después de tantos años, no lo sé exactamente. No sé por qué respondí ni por qué seguí y sigo respondiendo y firmando y mintiendo y por qué Auro nunca se dio (o nunca quiso) darse cuenta. O sí sé, pero no quiero decírmelo, aceptarlo. Pero supongo que a esta altura ya no es importante. Porque mañana se terminan mis días en el servicio penitenciario federal. Mañana me jubilo y ya tengo el pasaje. Mañana, finalmente, es el último día de Domínguez.
Sí. Apenas dentro de en un par de días voy a volver y voy a conocerlos por fin, a mis nietos, a mi chiquitita. En unos días nomás Rojas va a estar otra vez, por fin, en familia por primera vez.


Cristian J. Franco

6 comentarios:

augusto enrrique dijo...

una historia atrapante y me gustó la construcción del personaje

lucas dijo...

el fino arte de la estafa...

Rocamadour Gillou dijo...

muy buen relato

Cristian Franco dijo...

se agradece, che!

_die dijo...

estás muy disculpado :)

Cristian Franco dijo...

me hacía mucha falta...

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