Te digo,
ni siquiera
he tocado sus libros.
Muy temprano
ésto
estirando los dedos
a su exiliada
música oculta.
Acomodando,
ajustando,
urgiendo previo
a coagular,
un lugar fresco.
No nombro vientos ni espejos
tan molestos
como el sol.
Vos sí nombrás. Vos,
aliento cerrado.
Demás
la palabra nombrás
demasiada.
Basta.
No vuelvas
a nombrar el futuro.
Tarde,
recién al ver,
te digiero
y eso
nos miente.
Desespero,
encajo, encastro.
Basta.
Aún estamos
muy al sur
o muy al norte
del rezagado
fuego de la tierra.
No, no
desde acá,
al único nombre ileso.
Abandono.
Me conforma
la tensión quizás silencio
mintiéndose
la existencia.
Me conforma
la extensa mano errante
sobre
suelo muerto
o resurrecto.
Te digo,
lo terrible habita
como la innata
obsesión
por la pieza exacta.

Elogia
la brisa sorda
oraciones de lengua larga
mientras estacas,
maderas cortas,
cuñas petisas
pronuncian
unísonas
hacia faros remotos.
Pero basta.
Basta.
Al recordar
todo
lo nombrado
cuesta creer,
y pesa,
y destaja,
cuanto no sé decir.
Vaivén del irme
o quedarme
frente aquel
último
cigarro añejo
gustando
piel y torrente.
Así insulso
el dejado cuerpo.
No, no
a los pasos ventajeros.
Pese a
reparar,
batallar,
sabiendo ésto
nunca tendrá voz.
Ella advierte,
hunde claves
cual ala
roza el ojo
tornasol
sostenido
en los pies.
Ultrajeo
la desalineada
búsqueda mía
escapando a los días
cuyas voces
son prolongadas
hasta pudrirse
concientes.
Sí.
Se mueve el aire
atenuando
hostilidad,
atizando
mi permanencia viva.
Sí.
Te digo,
por final,
sólo sabés:
no poseo
más que noches
tras nacer.
(El monte cruje, verdoso y tierno. En su raíz, mojada, brota una casa, donde habemos, todas las lenguas, mi pequeña y yo)
Un trecho
diagonal,
otro, otro, otro.
Para llegar
cuando quiera irme
en mucho tiempo lejos,
con súplicas,
ciega casi,
convulsionando,
aunque distinto.


Con gratitud, a la amada Alejandra.

Y en diálogo cruzado

con quien perturba

(a veces bien, otras no tanto)

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