texto 28
El deseo se había extinguido, como quien abre una ventana en las cercanías de una vela recientemente encendida.
La llama se había apagado.
Ya no había lugar para pasar las horas retozando de cara al techo, para empañar vidrios, para despedir suspiros. La habitación enmudecida, la sala de estar, la casa.
La cama permanecía hecha; debajo del cobertor, las sábanas dobladas. Las últimas humedades se habían evaporado del colchón hacían ya innumerables días, incontable sucesión de estaciones.
Los inviernos, inexplicáblemente helados.
Los veranos, tan lógicamente calientes, de una frescura infinita.
Congeladas las sensaciones, el tiempo, en lo que la más mínima insinuación de sentir hubiera sido sinónimo de pecado.
Y en medio de ese vacío, de esa nada tan concurrida de lo que deja un todo después de haber sido un algo, alguien irrumpió intempestivamente abriendo una puerta.
Apenas hube abierto mis ojos, la pesadilla había terminado.

texto 40
Surgían imperiosas mis ganas de embriagarme. Ellas mandan.
Deseos intensos de un exceso que lo llene todo y todo lo sea.
Ganas de sacudirme de enojo o placer, de sentir brusco, de ser fuego y arder, de ser impulso y estallar.
Pasado de moda el tiempo aquel de la contemplación; ahora soy cuerpo que siente y vibra.
Anhelos de escándalos de medianoche que perturben el descanso de vecinos y sacudan sórdidas angustias.

Proyecto mil y un formas de romperme; las visualizo.
Le doy rienda libre a mis ansias.
Víctima mía ese que no sabe, que es hombre e ignora, que es mente y se mantiene ajeno a mi sed loca.
No habrá piedad para el amor en mi embestida. No habrá un instante de calma.
Ser materia danzante, mi más ferviente deseo.
Y por siempre sentir lástima de aquellos expectantes observadores.

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