Con el paso de los años se produjo lentamente, sin que yo percibiera el proceso, la homogeneización de mi departamento. El living y la pieza, a pesar de estar divididos físicamente por una pared (ya bastante destartalada), se fueron unificando en un espacio único y uniforme, cuya abertura de separación pasó a ser un detalle burgués, un ornamento barroco que entorpecía mi andar. Tanto era así que en el último tiempo no la utilizaba de forma consciente: uno se da cuenta de que hay una puerta cuando la atraviesa, cuando es uno mismo quien transita y conecta las zonas que ella delimita. Pues bien, desde hacía varios meses, yo sólo atravesaba la puerta gateando, arrastrándome a tientas para manotear el cenicero, algún libro a medio leer, una media o, si hacía frío, una frazada. La cocina (en tanto que ambiente), simplemente, dejó de existir. Inconvenientes relativos a la instalación de gas me obligaron a deshacerme del artefacto, las alacenas empezaron a resultarme poco confiables ante la invasión de insectos de toda clase y la heladera había pasado a formar parte del amoblamiento básico del living. El baño era lo único que se mantenía medianamente fiel a su función prefijada, más que nada por los cuidados que le brindaba Marina las pocas veces que venía -cuando me enojaba con ella, siempre le terminaba gritando que quería más al baño que a mí y que podía probarlo sometiendo a cualquier desconocido a la prueba de mirar el fondo del inodoro, por un lado, y mi cara, por el otro.
No siempre viví de esta manera. Tuve trabajos, estudié una carrera, tuve novias con sus padres vivos. En fin, fui un hombre decente hasta que una sucesión de supuestas tragedias me fue llevando, paulatinamente, al hacinamiento. Debo confesar que, a pesar del aislamiento inevitable del que viene acompañada, la pobreza es liberadora. Por lo menos para mí que, al menos, tenía un techo.
Repisas, bibliotecas, mesas, sillas, cama: vendí todo. Sólo me quedaba la heladera, un colchón y el televisor con una vieja videocasetera; todo a mano, en el living. ¿Qué había entonces en la pieza? Más desorden y otro colchón. El sueño sucedía tan escasamente que, si no lo aprovechaba en el momento justo en que aparecía, lo perdía hasta quién sabe cuándo. Innumerables ocasiones me había invadido el cansancio en la pieza y, cuando llegaba al living para recostarme en el colchón, la modorra se había ido para no volver. Me cansé  de no dormir y me conseguí un colchón adicional, gentileza de Marina. Cuando el sueño sucedía, fuera en la pieza o en el living, me arrastraba hasta el colchón correspondiente y lo dejaba invadirme.
Por eso me costaba tanto salir; me había acostumbrado a vivir por debajo de los ochenta centímetros: me la pasaba sentado, de rodillas, acostado y, si por alguna razón de fuerza mayor necesitaba trasladarme, lo hacía a tientas como los chicos, arrastrando la ropa cada vez más deshilachada (se atoraba con clavitos e impurezas del piso o de los zócalos, que mi anfibio andar no evitaba en lo más mínimo).
Pararme me daba vértigo y me costaba varias cuadras perder el miedo, volver a amigarme con el equilibrio. Sólo dos motivos podían provocar mi exilio: falta de cigarrillos y Marina. El procedimiento era más o menos siempre el mismo: ella me visitaba con frecuencia, por algún motivo peleábamos, determinaba vengarse librándome a mi soledad (interrumpiendo sus visitas por varias semanas), yo no soportaba el hecho de no ver su cara y la iba a buscar a su departamento, ella no me abría, yo insistía hasta que finalmente me hacía pasar, me recibía empapada en llanto y fumando marihuana, yo la insultaba y le explicaba a gritos las virtudes del tabaco, ella lloraba más, discutíamos, tiraba al inodoro la marihuana que hubiera comprado, me gritaba, me recriminaba mi último maltrato y luego nos acostábamos.
A partir de la mañana siguiente, el círculo volvía empezar, aunque los dos creyéramos que era la última vez que nos reconciliábamos: pasaban tres o cuatro meses de sus visitas, peleábamos, ejecutaba su venganza librándome a mi soledad, etcétera.

Últimamente no me interesaba escribir, motivo por el cual mis consumos se habían vuelto completamente sinceros. No los pensaba como herramientas de trabajo, sino como meros placeres. Me centré en tres o cuatro autores nacionales, conseguí algunas biografías de tipos que siempre me inquietaron (todo material literario me era provisto hacía tiempo por Nicolás, que trabajaba en una modesta biblioteca del barrio, cada vez más modesta en virtud de los volúmenes que yo no devolvía) y comencé a instruirme en Historia y Filosofía.
Recuerdo, sin embargo, que esa noche no tenía ganas de leer. Anduve gateando el living, en busca de algún entretenimiento menos edificante pero todo allí era de valor, no había nada que pudiera distenderme. Me arrastré hasta la pieza con la esperanza de mejorar mi suerte y encontré debajo de unas remeras, un video que había sobrevivido de aquellos tiempos en los que andaba erguido. Era una película nacional bastante vieja que Belén me había dejado unos años atrás con la ilusión de que yo la viera: solía sucederme que ciertas chicas por las que yo sentía una admiración superior a cualquier obra, me negaban su compañía pero me suministraban, riéndose de las paradojas y no sin cierta ironía universal, alguna obra de su gusto. No sé si lo hacían con la intención de un padre que le compra un juguete a un niño cuando está muy ocupado para jugar con él o si buscaban alguna opinión mía sobre sus intereses, como si no les bastara con el infinito amor que mi mirada era incapaz de disimular. En fin, por esas misteriosas causas del desencuentro y las jugarretas de la estupidez humana, Belén y yo nos perdimos la chance de ser felices por ese breve lapso puro que otorga el amor, pero allí estaba su película reapareciendo una noche en la que yo no sabía qué hacer para atraer al sueño. Había pasado tiempo suficiente como para que el objeto no me provocara el malestar de estar impregnado de su facilitadora, así que volví gateando al living (agendé para mis adentros que otra videocasetera y un segundo televisor para la pieza serían un gran aporte) y la puse.
El título de la película era tan conocido que se había vuelto una frase hecha, un lugar común. Pero yo poco sabía sobre su origen: es más, hasta esa noche había creído que se trataba de un clásico de la época dorada hollywoodense. Como era corriente en la época, desde la visión del presente, tanto el guión como las actuaciones pecaban de cierta sobrecarga. Pero no lo voy a negar, la cinta era brillante. Como le sucedió al médico protagonista, me obsesioné con Rancéz (no explico el por qué de la z pero así creyó mi oído que se llamaba el personaje) aunque mi interés  no se dirigía hacia la ficción. Me intrigó mucho la construcción del personaje, rodeada de esos misticismos facilistas que antaño se ideaban sin ningún pudor y que a mí, en cambio, me parecía que se habían quedado en el tiempo, que se habían vuelto clichés. Culpé a Cronos, a la sobrexplotación de ciertas ideas y a mi cobardía literaria por haber desechado, infinidad de veces, ideas similares por considerarlas vulgares.
¿Qué importaba, en definitiva, la vulgaridad? Un amante no correspondido que optaba por el suicidio, ¿no era vulgar? Un estudiante pobre que mataba a una vieja con plata, ¿no era un facilismo? ¿Acaso no era un abuso comenzar una novela avisando que el protagonista se había convertido en insecto? Por aquel entonces yo estaba comenzando a comprender algunas cuestiones (causantes de que hubiera suspendido la escritura) como ser el hecho de que toda ficción es, en suma, vulgar. Pero que aquello poco se relacionaba con la obra, su ejecución, su valoración y su legado. La originalidad se me empezaba a presentar como el recurso más utilizado por los débiles.
Mis pensamientos oscilaban de una idea a otra sin lograr anclarse en ningún sitio seguro; todo era endeble, reciente y resbaladizo. Sentí la necesidad de fumar, no uno, no tres; dos cigarrillos. Me acerqué a la puerta, me agarré del picaporte y, tomando valor, me puse de pie. Tuve que cerrar los ojos cuando se me aflojaron las rodillas. Todo me daba vueltas pero la oscuridad de mis parpados era curativa. Me quedé así unos minutos hasta que cesaron los temblores y me animé a abrir los ojos. Con movimientos lentos, abrí y bajé las escaleras. Una vez en la calle, respiré hondo y recobré la movilidad. Caminé hasta el kiosko, compré dos cigarrillos sueltos y emprendí mi regreso, que se vio interrumpido por un mareo. Tuve que sentarme en un banquito de la plaza a recuperar la estabilidad y, para serenarme, prendí uno de los cigarrillos recién adquiridos. Cuando me sentí recuperado, la vi pasar a Marina que caminaba con ese andar curvilíneo y de pasos largos que la caracterizaba, en dirección a mi departamento. Le hice señas y le pedí que me acompañara al kiosko a comprar un cigarrillo. Me compró un paquete, sumó unas salvadoras papas fritas y una gaseosa. No sé por qué Marina tenía esos detalles conmigo o, en realidad, a veces me dejaba conmover creyendo que eran injustos, que respondían a su bonhomía. Pero no se trataba ni de justicia ni de bondad sino más bien de equilibrio. Subimos, comimos las papas, tomamos gaseosa y le hablé de la película. No la había visto así que le propuse que lo hiciéramos, alegando que una revisión me aclararía algunas cuestiones sobre las que había estado cavilando desde que la saqué, a golpes, de la vieja casetera.
No le gustó. Los argumentos que utilizó para denostarla eran completamente válidos e inobjetables, a pesar de mis intentos de conciliación. Le hablé de la construcción de Rancéz, mis impresiones sobre la imposibilidad de que alguien financiara o considerara válida una obra con un personaje de sus características y, si bien me concedió que Rancéz era inquietante, porfiaba que aquello no alcanzaba para sostener el film.
Después me preguntó qué hacía yo con una película argentina de los ochenta, de dónde la había sacado, etcétera. Hábil, Marina sabía que si no tuviera una muy buena razón, yo no habría aceptado quedarme con la cinta por más recomendaciones que me hubieran hecho -y me conocía lo suficiente como para saber que mis únicas buenas razones eran mujeres.
Le expliqué todo: la existencia de una Belén anterior a ella, el pesar de que nunca nos uniera ningún vinculo más que el intelectual, la película que me dejó, los años que pasaron sin que yo recordara la existencia de la cinta y el modo casual en que fui a descubrirla esa misma noche. No me creyó: o la estaba engañando o me unía al recuerdo de Belén un vínculo superior al que me unía a ella.
Se fue gritando luego de pisar varias veces el paquete de cigarrillos que me había comprado.
Me había acostumbrado a aquellas escenas con la certeza de que no eran decisivas ni sinceras sino más bien un modo peculiar de aclararme que, a pesar de que nuestra unión fuera caótica, yo le pertenecía en cuerpo y alma. Por eso cuando se fue no tuve obstáculos para entregarme nuevamente a mis reflexiones sobre Rancéz, su creador (del que poco sabía) y mi literatura. No tuve, como sí me sucedió otras veces, intenciones de ver otros filmes del director. Lo dejé a Rancéz, merodeando los confines de mi sapiencia, tomando forma, generando conceptos, atando cabos. Fingir que no sucedía nada me resultaba la mejor forma, aunque el proceso pudiera demorar largo tiempo, de que finalmente algo sucediera.
Hay hechos que bien pueden catalogar de casualidades aquellos que no logran ser conmovidos por la conciencia del destino ni aceptar que hay sucesos que estamos condenados a protagonizar muy a pesar de nuestra voluntad. Quienes no logran vincularse emocional o intelectualmente (que tal vez sea lo mismo) con estos hechos inevitables que nos guían como marionetas dirigidas por el azar, ven a la coincidencia y la casualidad como la única explicación posible de ciertos sucesos por ignorar la magnitud de las fuerzas que operan para su desarrollo y ejecución.
Una tarde, volviendo de la biblioteca de Nicolás con las manos vacías, prescindí de todo transporte y decidí caminar por Billinghurst. Cruzando Guardia vieja me llamó la atención una casa de libros antiguos, de esas que se exhiben en pequeñas calles -nunca avenidas- cubiertas de un toldo sobre el que se podía leer, finamente fileteado, el nombre elegido para el comercio con la precaución de evitar, casi siempre, llamarlo con el título de algún texto literario. Obras desconocidas de autores conocidos eran un buen síntoma pero ante mi falta de dinero creí que entrar sería angustioso. Giré para seguir caminando. Mi mirada se cruzó con un librito azul que, sobre unas palabras que no alcancé a leer, llevaba impreso en letras doradas un nombre: Ramsés.
No era con z pero tampoco con c ni con n. Era Ramsés. Entré y en aquella vieja librería descubrí que, entre vaya a saber qué otros significados, era también el nombre helénico con el que se conocía a una serie de faraones egipcios (Ramsés I, Ramsés II, …). No lo compré porque no tenía dinero pero también porque, como dije, no tenía ningún interés en indagar sobre los orígenes del personaje. No me interesaba él sino el proceso creativo de su conformación. Eso creí por aquel momento. Sea como fuere, el hecho me resultó muy significativo. Era cierto que si hubiera pasado por aquella librería un par de días antes, cuando no había visto la película, nada me hubiera llamado la atención. Pero era precisamente en esa estricta cronología donde radicaba la magnitud del suceso: en el hecho de que yo hubiera pasado por allí, siendo Billinghurst una calle que no recordaba haber transitado a pie en otra oportunidad, ese día y no otro.
Algunos días después, Ramsés se volvió simbólico. Al hecho de que me empeñara en pensarlo constantemente vino a sumarse el encuentro con aquel libro. Hasta ese momento, cada vez que me topaba con algún fenómeno de este orden (inquietante me parece la mejor palabra para describirlo sin esas incrédulas reverencias que utiliza el populacho), me empeñaba en fingir indiferencia. Pero las fuerzas que habían puesto a Ramsés delante de mí tenían fines inciertos que yo claramente debía descubrir: me resultó imposible ignorarlas.
Faltaba resolver un problema: Marina. Habían pasado varios días de la última pelea y ya estaba empezando a extrañarla: en parte por eso y, en parte, para recuperar la totalidad de mis sentidos en procura de dedicárselas al dilema Ramsés, fui a su casa.

¿Que no eran decisivas? Las pelotas.
Llegué a su casa presa de esa verborrágica excitación que me invade cuando creo haber descubierto algo. Le relaté una detallada crónica sobre todo lo que anduve pensando desde que vi la película y sobre los mensajes que se estaban dibujando delante de mí luego de la aparición de Ramsés. Marina tenía ciertos intereses místicos de modo que no me fue difícil hacerle entender que necesitaba tiempo para pensar y cerrar el círculo que se había abierto. Por primera vez, le sinceré que sabía que el proceso por el que pasábamos cada tres o cuatro meses era vital para que la relación siguiera funcionando pero que, por esta vez, necesitaba que nos saltáramos algunos pasos; que me diera unos días de tregua sin la culpa de tenerla lejos, sin el dolor de creerla enojada conmigo, con la certeza de que al finalizar este incierto camino al que acababan de arrojarme, podría contar con ella. No tenía idea de lo que pudiera suceder pero estaba seguro de que, cuando sucediera, caería enfermo o quedaría tan agotado que necesitaría de su amor y sus cuidados pero, sobre todo, librarme de toda culpa y saber que, a pesar de nuestras miserias, nos queríamos.
Lloró, me abrazó, me dijo que no había vuelto a comprar marihuana desde la última vez y que lo que iba a decirme había sido determinado una vez atravesada la decisión por todos los estados necesarios: trance herbáceo, ebriedad descollante y la más estricta sobriedad. Marina me estaba dejando.
¿Hacer explícita la banalidad de nuestras peleas le habría herido el orgullo?
No, no era tan mezquina.
Cometí la torpeza de insistir, de preguntar desesperadamente cuáles eran los motivos, de proponer un tiempo de separación para aclarar las ideas, de afirmar que supimos resolver muchos inconvenientes juntos y que, seguramente, éste también lo podríamos superar. Ella se negaba tozudamente. Finalmente, me eché a llorar como un niño.
La besé y me fui.
Marina me llamaba cada tanto, quería saber cómo estaba, corroborar que no me hubiera muerto de hambre y ese tipo de cosas. Sus cuidados ya no me beneficiaban y se lo hice saber. Me quería, me quería mucho. Pero yo soy un extremista, no puedo evitarlo.

Soy muy débil como para fingir que no sucedió nada y seguir queriéndote sin poder besarte. Ese cariño de mascota es insultante.
Progresivamente me encargué de anular todo contacto, dejé de atenderla, de llamarla e, incluso, cuando la crucé por la calle, miré para otro lado y no la saludé.
Es que no puedo saludarte, Marina. No puedo retroceder veinte casilleros como si no los hubiera avanzado nunca. No puedo aceptar que nos queremos mucho, que logramos una intimidad difícil de conseguir en este antro desdichado de universo pero que no estaremos juntos. Las migas me duelen. Prefiero recordar en plural que tenerte al lado en singular, lejos en tiempo, en espacio y en aquella otra dimensión que no voy a escribir (al menos, no todavía).
No te volví a saludar pero durante más noches de las que podés sospechar, me acordé de momentos que creí haber olvidado. Como la primera noche en el hotel cuando, tumbados, fumando juntos después de la colisión astral, nos miraste en el espejo del techo y me dijiste “qué bien que quedamos juntos”. A mí me pareció que habías dicho una boludez, una de esas cosas que se dicen cuando se está extasiado de todo, antes de que se dilapide la sensación de que no hay huecos que llenar. Me pareció.
Cuando la triste etapa del recuerdo constante se fue esfumando, creí que lo peor había pasado pero abandonaste mis recuerdos para entrar en mis sueños. Sé que no hay maldad en tu accionar y que no puedo culparte por el malestar que me genera encontrarte en los rincones más insospechados de mis sueños pero hay algo en tus apariciones oníricas que me aterra. Por ejemplo, es un sueño muy frecuente que en medio de cualquier escenario aparezca tu cara, repetida varias veces y sin cuerpo, flotando en el aire, con esa sonrisa perfecta de la que te dotó la naturaleza y se mantuvo, a mi juicio, por no ir nunca a un dentista. Eso es todo, aparecés sonriéndome multiplicada hasta el punto de darme miedo. La imagen es conmovedora y bella, reboza de sinceridad. Pero yo me despierto aterrado.
Con el correr de las noches aparecieron más: como aquel en el que llegás toda mojada a la puerta del departamento y me encontrás saliendo. Me agarrás de la mano, me decís que te saque, que te lleve lejos, a cualquier parte y yo te digo que no puedo, que no quiero. Entonces se te dibuja una decepción astral en la cara, me empezás a golpear el pecho con las muñecas, como si no quisieras usar los puños, y yo te abrazo pero no alcanza.
Y como estos, varios. Me ahorraré su transcripción porque llegó un punto en que ya no puedo distinguir del todo el recuerdo de lo vivido del de lo soñado. Suena a lugar común o a anhelo snob de sentirse especial, pero es verdad. Ya no distingo. Y cuando caí en la cuenta de eso, me acordé de Alejandra, de Martín y de Sábato. En la novela que dejé a medias, Sábato también volvía a Alejandra y a Martín, como resistido a abandonarlos en aquellas otras páginas, y los introducía en una nueva realidad en la que ellos incluso interactuaban con él.
Tal vez por buscar el consuelo de sentirme menos solo, de evadir la tristeza personal con una lectura que reflejara la angustia universal o por simple masoquismo, me arrastré por todo el living en busca del libro pero no lo encontré. Estaba en la pieza, en el mismo lugar donde encontré la cinta de Rancéz/Ramsés –insistan en que estos datos son nimiedades, en que el que quiere ver A, ve A; ¡cobardes!
Ya con el libro en mi poder, gateé hasta la puerta de entrada y luego de ejecutar el procedimiento habitual para poder erguirme, salí a la calle con la intención de terminar la novela, quién sabe dónde.
Necesitaba un escenario inusual. Ni el puerto ni la plaza ni el café. Tomé un colectivo al azar que resultó ser el cincuenta y nueve (ida, Vicente López). Me puse a leer, tomado del pasamano. Desde que había empezado esa novela, se habían ido modificando algunas de mis consideraciones acerca del proceso de escritura además de surgirme la certeza, inevitable, de que en algún momento, iba a novelar.
Se me aflojaron las rodillas, tuve que agarrarme del caño con las dos manos, dejando caer el libro al piso. Me arrodillé y cerré los ojos, como cuando me levantaba apoyándome en el picaporte de la puerta del departamento hasta que el mareo finalizara. ¿La razón?
Página ciento catorce, séptima línea del tercer párrafo: “Nuestra matemática es superior a la de Pitágoras pero nuestra escultura no es mejor que la de Ramsés II”.
Supongo que me habrán mirado como a un loco pero, afortunadamente, nadie vino a socorrerme.

Anduve vagando por los lujos del norte de Buenos Aires sin poder retomar mi lectura. La novela poco me importaba en ese momento. Entré a un bar de poca concurrencia y pedí una cerveza. Sabía que únicamente yo podía comprender lo que estaba sucediendo, que todo estaba siendo orquestado para que yo lo descubriera. Ramsés tampoco importaba, era el mensajero, el vehículo de una revelación superior que intentaba alentarme al descubrimiento para el que estaba predestinado. Marina ya no estaba y ninguna otra persona me escucharía sin burlas, tomando en serio mis cavilaciones y angustias. Pero necesitaba hablar con alguien, descargar la sofocación, tomar aire, aún sabiendo que ningún diálogo adelantaría el desenlace ni contribuiría de manera alguna a hallar la respuesta definitiva.
Algunos años atrás, viajando en el subte B hasta Ángel Gallardo (volviendo del centro), me crucé con una chica que se quedó dando vueltas en mi memoria hasta no hace mucho. Era rubia, llevaba el pelo corto, a la altura del cuello. La recuerdo perfectamente: llevaba una camperita marrón, zapatillas claras, medias largas de nylon violáceo y el detalle que me deslumbró como a un niño: la pollera que le cubría las piernas por encima de las rodillas estaba hecha de corbatas, una al lado de la otra. Quise hablarle, al menos para elogiarle la pollera pero de antemano me sentí estúpido y dejé que mi cobardía hiciera lo suyo. Cuando se bajó, me quedé viéndola partir. Fue tal la impresión que me causó la chica que hace unos meses escribí un relato sobre un tipo que pierde el número de teléfono de una mujer que deseaba desde varios meses (ella se lo había escrito en una servilleta de papel) y, de improviso, sin que me diera cuenta, la rubia ingresó como personaje adicional (aunque luego fue cobrando su protagonismo o eso me parece a mí que ya ni siquiera recuerdo lo que he escrito).
Cuando terminé la cerveza, levanté la vista para buscar al mozo y pedirle que me trajera otra. Si hubiera hecho la seña un minuto antes, algunos segundos después o si hubiera optado por no levantar la vista, lo que sigue no hubiera pasado. El mozo me devolvió un gesto afirmativo y yo vi entrar a una chica con la misma pollera de corbatas alineadas. Gracias al cielo con todos sus astros, esta muchacha era morocha y de pelo largo. Pero de todas maneras, me sobresalté y supe que el interlocutor que estaba necesitando, había llegado.
No me importaba cómo, pero la iba a abordar. Iba a dialogar con esa chica, explicarle la serie de eventos a la que había sido expuesto y argumentarle por qué razón resultaba imposible catalogarlos como azarosos -incluso a su propia aparición vestida con la exacta pollera que yo había visto y escrito en esa precisa noche en la que yo buscaba alguien con quien hablar y no lo hacía por carecer de toda relación, física o la que fuere, con las persona de aquellos pagos. Me las rebusqué para llegar a su mesa, decirle que tenía que hablarle urgente, que ella o su simbolismo eran para mí de vital importancia esa noche y que debía explicarle algunos sucesos.
Me escuchó pensativa, sin interrumpir. Con gesto afirmativo reflexionó, como cuando se hace en voz alta ante un compañero con el que se comparte un vínculo afianzado por la asiduidad:
-          Llegaste a la mitad de tu vida. Te estás pasando al lado oscuro…
Fingí no entenderla, deseando que no siguiera hablando porque ya sabía lo que me iba a decir. Como vio mi cara de incredulidad, agregó:
-          Sábato, bah no sólo Sábato pero es de quien recuerdo ahora haberlo leído, hablaba de un camino de la luz y de un camino oscuro que ciertos hombres están condenados a recorrer al transitar la mitad de su vida o de alguna vida, porque no se refería al cuerpo cuando hablaba de vida.
¡Bien sé yo lo que dice Sábato, arpía! ¡Lo dice en la novela que estoy leyendo!
-          Después, para mí, se va un poco al carajo, ¿viste? Con eso de emparentar al camino de la luz con la ciencia y al de la oscuridad con la locura y el arte.
¡Arpía, arpía!
¡Basta!
¡No quiero saber más! ¡No sigas!
Me levanté de un salto, helado de pánico, y me fui. Tuve la indudable sensación de que, mientras me iba, la morocha, a mis espaldas, sonreía. No la vi, no quise voltear pero estoy convencido de que así fue.
Lo que todavía no puedo determinar es si la magnánima orquestación de la que estaba siendo víctima era impulsada por las fuerzas del bien o provocada por el influjo de las tinieblas. Creo que la verdad era la que me había dicho la morocha y que, en el fondo, yo la había sabido siempre aunque le rehuyera abrazado a la esperanza de que tal vez…

Sí, claramente hoy soy capaz de observar cada uno de los acontecimientos pasados a la luz de mi presente y darme cuenta de que cada uno de ellos, incluso los de mi niñez, aguardaban este momento para ser comprendidos en la totalidad de su magnitud. Nada es azaroso y los recuerdos son selectivos. Aquello que recordaba, porque uno no recuerda todo, no lo recordaba por ningún otro factor que no sea la relación que guarda con lo que acaba de sucederme Para no incurrir en ese platónico pecado de salir de la caverna con una antorcha iluminando la oscuridad de mis compañeros, no voy a escribir la revelación.
Alguien dijo una vez que hay cosas que no deben escribirse, que con saberlas alcanza.
Lo que sí puedo escribir es que estas cosas pasan, existen fuerzas que operan sobre nosotros (o, mejor dicho, a través de nosotros); existen queramos o no creer en ellas. Todo lo que mencioné es real y tuvo para mí consecuencias que no podrán sospechar hasta que les ocurra algo parecido.
Yo he querido deshacerme de algunas de las nuevas sabidurías que me han invadido desde factores que creí externos.  No podía ser yo el único orquestador de aquel cúmulo de situaciones aparentemente casuales.
Pero anoche, de casualidad, encontré la cinta original en un videoclub. Entré para leer la sinopsis y el reparto. No Rancéz pero tampoco Ramsés.
Era Rantés.





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