Estuvo lloviendo tres días seguido, lapso en el que solo me levanté de la cama por cuestiones inevitables. Cuando paró de llover, salí al patio y me quedé observando el aspecto de la calle, vi pasar a una mujer que caminaba con el paraguas abierto, como si no se hubiera dado cuenta que ya no llovía. Me quedé pensando en qué envolventes pensamientos estarían atravesando su mente, para abstraerla de semejante forma. Y sentí envidia, deseos de que en mi cabeza aflorase algún pensamiento así, que me hiciera huir del ahora.
Busqué al perro con la mirada, pero no estaba por ninguna parte. Lo imaginé deambulando por el barrio, bebiendo el agua que la lluvia había dejado en las canaletas, porque su dueño, yo, no se había dignado a cargarle el balde en tres días.
Caminé hacia la hamaca de madera que colgaba del árbol de paraíso. La había construido yo mismo, cuando mi hija cumplió dos años, ése fue mi regalo, que ella disfrutó bastante hasta antes de separarme de su madre. Ahora esa hamaca quieta y enmohecida me parecía el objeto más triste del paisaje casero, pero no me atrevía a desarmarla, porque muchas veces mirando esa hamaca podía volver a ver a mi hija aventándose, sonriente, hundiéndome en tiernos ensueños.
Me senté en la hamaca. La madera mojada me humedeció el culo. Me mecí despacio, y el ruido del tronco crujiendo me recordó aún más a mi hija. Allí me quedé como un niño, suavemente adormecido por el vaivén, evocando tiempos mejores y pensando qué hacer con aquel día que recién empezaba. Era marzo, el último de mis tres largos meses de vacaciones. No tenía nada que hacer. Y el proyecto de cada día siempre era buscar la forma de que el día transcurra lo más rápido posible.
Desde la hamaca, junto a otro árbol, en el suelo, noté que había crecido un hongo del tamaño de un sapo. Tenía un color amarillento, como las hojas de un libro viejo. La imagen del hongo me hizo acordar a mi adolescencia, cuando con los amigos, después de cada lluvia, nos íbamos al aeropuerto viejo a buscar los hongos que crecían entre la mierda de los cebúes. Les decíamos a nuestros padres que íbamos de pic nic. Llevábamos una carpa y nos quedábamos un par de días, comiendo hongos y alucinando.
Dejamos de hacerlo cuando pasó lo de César. Cuando aquella vez le pegó tan mal que estuvo varios meses despertándose a mitad de la noche entre pesadillas terribles.
Bajé de la hamaca de un salto y arranqué el hongo, para que mi perro no cometiera el error de comérselo. Lo arranqué de raíz y fijé la vista en su textura. No pude evitarlo: le di un mordisco. El ácido me quemó la lengua. Mastiqué lo suficiente y tragué los trocitos.
Comprendí enseguida que lo mejor era volver adentro de la casa y cerrar las puertas con llave. No tenía la menor idea del efecto que tendría; de hecho, durante los primeros minutos no sentí variación alguna en mis sentidos. Me acomodé en el sofá y encendí un cigarrillo para sacarme el mal gusto de la boca. Entonces, de repente, empezó a llover, pero dentro de la casa. Me dirigí a la cocina para resguardarme, pero allí caía granizo.
Fui al baño, y al mirar el espejo, espantado, vi mi cara completamente amarilla y lisa, como aquel hongo, desprovista de ojos, nariz, boca, vacía, un óvalo de carne incompleto, como un autorretrato que por desgano alguien no quiso terminar de pintar.
Salí del baño. Seguía lloviendo en el living, me pareció tener el cuerpo empapado. Corrí hacia mi habitación, donde todo estaba normal. Me dejé caer en la cama, tratando de serenarme e hilvanar alguna idea que me alejase del pánico. Pasé los dedos por mi cara y, estupefacto, no sentí mi nariz. Intenté meterme un dedo en la boca pero tampoco pude encontrar la cavidad. Tapé mi cuerpo con la sábana hasta la frente. Y no sé que pasó después: cuando desperté era de noche y afuera estaba lloviendo otra vez.
Ahora todo estaba en orden: cada parte de mi cara estaba en su correcto lugar y en los cuartos de la casa no había nada raro. Sentí alivio.
Quería hablar con alguien. Que me hablaran. Llovía con furia. Recordé que me separé de mi mujer para estar solo. Y en ese momento, como si algún resabio alucinógeno todavía me atravesara, la vi entrar a la casa, invitarme a salir a caminar bajo la lluvia. La seguí hacia la calle, ¡tan real me pareció su mano entrelazada a la mía!, anduvimos y anduvimos en la noche, hasta que me senté en el banco de la plaza y desperté: ya no estaba.
Ya entonces todo mi cuerpo era la lluvia, los torrentes de agua ya no bajaban del cielo sino de mis cabellos, de mis brazos y hasta de mis pestañas. La carne se me había vuelto agua.
Regresé a casa. El perro, hambriento, me vio llegar en el umbral. No era comida lo que suplicaba con sus ojos, no. Y sólo en ese instante, supimos lo que teníamos que hacer.   
 


  El autor es Sergio Alvez, de Misiones. Este relato, como toda su obra, es inédito.

2 comentarios:

ana claudia díaz dijo...

que intenso
me llevo a un monton de lados
me gusta lo que se "puede tocar" en las palabras, la narracion extraordinaria!

saludos

Nadia Sol dijo...

Uy genial, coincido con claudia: mUy intenso!!!
(el flash del hongo del princiipo me resulto muy gracioso al final ya no....)
Gracias, Buen texto!brindo por eso!

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