En la noche del funeral de su esposa, cuando Hilario apenas tenía 30 años, descubrió una faceta que jamás había visto en él. Fue velando a la difunta en la única habitación de la casa, se dirigió al dormitorio marital (para ello corrió la cortina, una sábana sucia que dividía los espacios), abrió el baúl de los recuerdos y sacó el vestido de boda de su amada, lo miró, lo acarició tristemente e inmerso en una gran nostalgia la recordó envuelta en esos trapos corroídos por el tiempo. Luego bailó el vals por toda la habitación, abrazando el vestido con una dulzura casi natural. Pensó que jamás había tenido tal demostración de cariño con su mujer, al contrario, había sido demasiado rudo con ella. Recordó el día de su boda, un día de lluvia, barroso, oliendo a cloacas, cuando un pastor evangélico, también pri­vado de libertad, unió sus almas en la capilla de una penitenciaria donde él cumplía su pena. Volvió a mirar el vestido blanco, avejentado y amarillento que todavía guardaba salpicaduras de barro y pensó, lo desgraciada que había sido esa novia, tan pobre, tan humilde, tan miserable. Dio dos giros y siguió bai­lando con un semblante serio. Luego dejó el vestido sobre la cama, lo observó a la distancia con duda y con ansiedad también. Al cabo de unos minutos se animó y sin remordimientos se lo puso, le entraba perfecto. Tomó con sus dedos la punta de cada costado de la falda e hizo unas reverencias, como si fuera una dama aristocrática. Sonrió de felicidad y fue a la letrina corriendo a sacar unos maquillajes añe­jos, que su mujer guardaba dentro de una bolsa plástica colgada detrás de la puerta. Mirándose en un espejo pequeño y rasgado, se pintó los labios de rojo carmesí y los parpados de azul marino. Después volvió donde yacía el féretro para dar el último adiós. Era un funeral muy apagado. Ella no tenía parientes ni amistades y el perro que estaba en un rincón de la covacha era un recién agre­gado. En la casa, sólo se encontraba su padre y un linyera desconocido que jugaban al truco y tomaban alcohol puro en el fondo del patio, demostrando poco interés en velar muertos a la manera tradicional. Luego Hilario despidió a su mujer con un beso, dejándole una marca de rouge en la frente, la situación le provocó gracia, y para quitárselo le refregó el dedo humedecido con saliva, mientras a él le daban unas risitas picarescas de complicidad entre amigas. Hilario se inclinó hacia ella, le susurró al oído el único secreto que guardaba y le prometió que se vestiría de mujer para recordarla siempre.
En la actualidad, Hilario se tiñe el pelo con agua oxigenada, viste blusas, faldas, batones, cría culebras en el fondo de su casa y colecciona revistas de moda que recolecta en el basural donde trabaja.

[ Publicado originalmente en Desvío Cósmico ]

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