El adiestramiento del deseo homo erótico a través de la pornografía y la mercantilización de los cuerpos sin goce.

Hipótesis alarmista

Enamorarse, se enamoran los bellos. O sobre ellos se filman las historias que se pretende que consumamos bovinamente, mientras las carcajadas de quienes generan esas imágenes, prefiguran los límites de la opresión de los cuerpos. A riesgo de sonar alarmista y pecar de obvio, arriesgaré a decir que hay un mensaje implícito en dichas decisiones estéticas; una voz monocorde que repite como un mantra: “Esta es la felicidad, tal cual nosotros te la mostramos. El resto, es un simple transcurrir. Adapt or die”. Nada que ya no se sepa, o que no se haya dicho antes.
Pero en cuanto al goce sexual, este esquema se repite. Y aquí es donde no creo que sea tan evidente el discurso que propaga la pornografía a través de la estandarización de cuerpos que gozan.
Gozar, gozan privativamente aquellos que realizan las poses del contorsionista dislocado en los devenires catódicos circenses del porno, y es sobre ellos y sólo sobre ellos, que existen registros fílmicos que validan tal decisión estética tomada por los programadores de lo bello.
¿Quiénes son ésos programadores? ¿Qué otros que los mismos que determinan el resto de nuestros placeres? ¿Por qué creeríamos que nuestro deseo, (o lo que de él quede luego de la alienación) iba a escapar a esta lógica?

La pornografía es, a la vista de los acontecimientos, y es lo que intentaré teorizar, un aparato más dentro de la cadena de control con que el poder arremete en contra de los cuerpos, metiéndose en sus orgasmos, diciéndoles con el dedito aleccionador, a qué deben llamar placer, cómo, cuándo y dónde nuestros espasmos deben ser considerados manifestaciones del deseo.

Aclaraciones que vienen a cuento.


Para responder a estas cuestiones, quiero detenerme en lo que llamaremos eladiestramiento del goce y por añadidura la mercantilización de los cuerpos, en las arenas movedizas de la pornografía gay.
Ambos conceptos no se encuentran ensamblados acaso por capricho de quien esto escribe. Partiremos de la premisa de que necesariamente están en contacto. No en forma mágica, sino premeditada.
Los cuerpos SON mercantilizados, en tanto se exhiben en las vidrieras fantasmáticas de la virtualidad y convierten a sus observadores, en meros consumidores de estándares de “belleza”, establecidos por otros.
Esto se exacerba, claro, hacia finales del siglo pasado y principios del presente con la masificación de internet, donde el concepto de “los actos privados” implotó, hasta convertir el goce, en una relación pantalla – cuerpo, como una versión posmoderna de “la cuarta pared” teatral. Más adelante desarrollaré dicho concepto.
Diré a los fines del presente análisis que esta masificación implicó la proliferación de sujetos deseantes que respondieron a estos estándares de “belleza” en forma pasiva, tomando lo que en teoría era un emporio de diversidad erótica a disposición de sus apetitos, incluso llegando a creer que sus capacidades de elección seguían intactas.
Dicha diversidad erotizada, responde, claro, a los cuerpos normalizados del modelo clase media, “healthy” y anglosajón que deviene de los muchachos musculosos del Greenwich Village neoyorquino. Y también, por supuesto, a la sobrevaluada “juventud” que impone el mercado de consumo en general.

No será demostrada la hipótesis (si es que algo tan sofisticado puedo pretender con el siguiente escrito) desde ningún tipo de estatus, digamos, moral del onanismo.
Lo que pretendo con este análisis es, finalmente, desarticular o poner en debate la supuesta libertad del goce implícita en la reproducción de imágenes pornográficas en el homoerotismo.




Veamos

La filósofa italiana, Michela Marzano, en su ensayo "La Pornografía o el agotamiento del deseo" define a la pornografía como la práctica de la exacerbación de la impostura de la carne, o esto es lo que este cuerpo eligió interpretar del mismo, agregando que es la pornografía la que se calza las pilchas de la “libertad de mostrar aquello que existe y que el mediopelo hipócrita niega a hurtadillas en aras de la moralina ”, cuando en definitiva no deja de ser otra manera de dictaminarnos cuáles son los vericuetos por los que debe devenir el deseo humano. Cuántos gritos debemos pegar en el coito, qué tan grandes deben ser nuestros miembros, o cuán marcados deben estar nuestros abdómenes, como si esas fueran las premisas irreductibles del goce.

En definitiva, estas prácticas no dejan de ser funcionales a los modelos exacerbados de las publicidades, de gran parte del cine hollywoodense o de la porno miseria, cuyo representante en nuestras tierras encuentra en el baile tinellizado de la dádiva al carente, su máximo representante. Ayudemos a la escuelita de frontera, mostrando el culo de la pésima bailarina que aprendió a gritar sus deficientes pasos, en el estudio de televisión. Y nosotros, los televidentes, asistamos a estas imposiciones, atragantados en la frustración que representa no poder acceder a las mismas o imposibilitados de sostener el modelo de familia perfecta, que seguimos creyendo privativo de los norteamericanos.

El porno dispone cuáles son los mecanismos de anestesia del goce. Pareciera decirnos que con esos cuerpos y sólo con esos cuerpos se gozará. Volviendo a la televisión porno soft de la carencia, ésta cumple la función de anestesiar “nuestras” carencias. De allí, y sólo de allí, surge el éxito de los talk shows a principios de siglo. Dicho de forma coloquial: A aquel individuo le pasa aquello terrible que se asemeja a lo mío, pero millones de personas asistimos a su dolor, dejando de lado la reflexión y aún peor, la acción, ante el propio.

El porno impone modelos de corporalidades, de goces, de estructuras físicas que deben alcanzarse, para que el observador disfrute como en teoría sucede en la pantalla. Traspolado a la publicidad no agregaremos más que lo que el sentido común indica: si bebemos tal bebida, si vestimos determinada ropa, nuestros cuerpos serán observado (deseados) como en la publicidad. En ambos casos se le dice al espectador: esos cuerpos, de los que no conocemos más datos (que en el caso del porno son sus orificios y sus erecciones), están gozando. Esa y solamente esa es la manera de gozar.

La cuarta pared y las relaciones virtuales.

Este concepto, que según algunos teóricos de las Artes Escénicas, se originó durante el siglo XIX con la llegada del realismo teatral, puede aplicarse a la noción de “pasividad ante el goce” que intento desarrollar aquí.
La cuarta pared es, figurativamente hablando, la que separa al público de lo que ocurre en escena. Las acciones, en teatro, ocurren dentro de tres paredes, una a la izquierda, una a la derecha y una al fondo. Pero si de pronto un actor se dirige al público para pedir su participación o si el guión exige interactuar con los espectadores, entonces se dice que se está rompiendo la cuarta pared.
La pornografía no permite dicha ruptura. Es más, su objetivo, como ya he dicho, es el de entablar una relación pasiva con su consumidor. No lo interpela, no requiere de su participación, no le interesa que el goce que representa sea un compendio de artificios, sostenidos por las artimañas de los actores del film. Ni siquiera que el observador pueda o no terminar de construir dicha realidad para, finalmente, cuestionar su goce.
En el siglo que corre, esta pasividad se ha desparramado como una epidemia a través de las redes sociales. Ya no importa quiénes somos, o qué nos atormenta o nos hace felices. Lo que finalmente importa es cuántas relaciones virtuales podemos sostener, cuál es la mejor foto de perfil que nos asegure el aumento o la disminución de este valor, para alejarnos cada vez más del contacto entre los cuerpos.
Como si de un ejercicio exacerbado de sanitarismo se tratara, la pornografía (o su consumo) pareciera estar diciéndonos: no consentiremos que sus cuerpos se expongan. Dejen que los otros gocen, permítannos regular su propio goce y establecer esos parámetros. Sabemos de qué les estamos hablando.

0 comentarios:

Publicar un comentario