La manada se reunió como todas las noches, alrededor de su jefe.
Confían en su líder, saben que es el mas feroz, taimado y sanguinario.
Él los llevara a la zona de caza, elegirá la presa y una vez aniquilada repartirá los despojos.
Sigilosamente, se internan en la noche.
Ocultos a la luz de la luna, acechan.
Los ojos brillan en la sombra, humean las bocas entreabiertas, agazapados en la oscuridad, esperan.
El jefe, sin dudas él más astuto de la jauría, es el primero en detectar que la presa se acerca.
Es un hombre.
Los lobos aguardan.
El jefe observa que es un hombre joven, su experiencia le indica que hay que ser precavido. Estas presas suelen ser rápidas y ante la menor amenaza corren y buscan el amparo de otros hombres, entonces la caza se complica y a veces, logran escapar a su destino de carne picada.
Un gruñido a sus espaldas le recuerda que otro macho de la manada, igual de feroz, pero quizás más joven, aspira a su puesto.
Los demás permanecen en silencio, los músculos en tensión, dispuestos para el salto.
La victima se va acercando, desprevenida.
El jefe da la orden, aúllan las sirenas y el falcon verde avanza.


La consigna era carne picada

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