Sí. Ha hecho el cálculo. Justo cuando empieza a escribir esto le quedan unos tres mil cuarenta y seis días de vida. Algo así, redondeando, como ocho años y medio para acabar con todo. O algo así como setenta y tres mil cien horas para encontrar la manera exacta de despedirse. Parece una simple llamada de atención, o una broma: tal vez lo sea. Podría tratarse incluso de una fanfarronería de escritora que acaba de cumplir los treinta. En realidad ella los cumplió en otoño, hace algunos meses. Ahora es verano. Lleva un bikini rosa ajustado y está frente al ordenador, desde donde supuestamente debería teclear las metáforas de la que será su primera obra de teatro. En lugar de eso, calcula la fecha de su muerte con una aplicación que ha encontrado en Google y escribe varias combinaciones de cifras en el documento. Contra todo pronóstico, la felicidad la envuelve. Programar la tragedia la anima, e intentar adivinar los días y las horas restantes de respiración se le antoja un juego literario divertidísimo. Parece en calma. La mueca de su rostro es cálida. Casi tanto como el sol que se proyecta sobre el cuerpo de su amante, que lee semidesnudo en el terrao, a escasos metros de donde ella se encuentra. Le mira, con su voluminoso libro sobre los muslos, y ratifica: debe morir. Le espía, tan concentrado en lo que las páginas le regalan, y sabe que está en lo cierto: matarse es una responsabilidad. De acuerdo con el calendario establecido, no pasará de los cuarenta años. Lo ideal, de hecho, sería no llegar siquiera a cumplirlos. En Delirio amoroso, Alda Merini escribió que a los treinta años solo se muere de amor; en algún momento de sus diarios, Alejandra Pizarnik aseguró que cumplir los cua- renta sería un crimen. Atendiendo a las sentencias de las dos escritoras, ella se reafirma. No desea cometer crimen alguno: si nació para algo, fue para morir de amor.
PONIENTADA
Le parecerá bonito. Morir de amor. ¿Qué quiere decir con eso exactamente? Después de pasar unos días juntos en la ciudad desértica, su amante debe regresar a sus labores filosóficas en la capital, y ella se queda sola en la casa de su infancia. Abre un ejemplar de El mar, el mar, de Iris Murdoch. Ese que algunos años atrás le había comprado a su madre gracias al descuento que la editorial concede a las becarias. La edición es vieja, pero está tan reluciente que se da cuenta de que mamá nunca llegó a leerlo. Habría doblado alguna esquina. Habría escrito alguna nota al margen, con esa caligrafía tan rechoncha. Habría dejado algún pétalo de buganvilla secando entre las páginas, como siempre hacía con las lecturas que le gustaban. Nada. Cuántos libros intactos dejamos al marcharnos, piensa ella. Cuántas ideas a medias. Es verdad. Puede que “morir de amor” sea un cliché. Le gustaría explicarse. Está convencida de que la narrativa de Iris Murdoch hurgará en la herida. Al releer la sinopsis de la contracubierta, sospecha que va a identificarse mucho con el protagonista: un dramaturgo donjuán que bebe vinos buenos y que cuando quiere dar un vuelco a su vida huye a un pueblo frente al mar. Soy él, se dice. O quiere serlo. Lo primero que le asombra de El mar, el mar es el mejunje de géneros literarios con los que la autora aborda cada nuevo capítulo. Lo segundo, la tentación mortal, es decir, el vaivén de sentimientos depresivos que mece a sus personajes: cualquiera diría que Charles Arrowby va a morir. Su verborrea le arrastra. Lleva toda la noche leyendo y necesita saber más. Por la mañana, sin haber dormido apenas, echa a caminar al puerto y tontea con el viento. Cuanto más se tambalea el cuerpo de Charles Arrowby entre las rocas del mar del Norte, más se dobla el cuerpo de ella hacia la espuma del Mediterráneo. Tiene el libro entre las manos. Hace malabares con su peso. Si el donjuán vive, vivirá. Si el donjuán se arroja, ella caerá con él. En la página doscien- tos y algo, Charles Arrowby sigue vivo. Un personaje así no podría fallecer a la ligera. Iris Murdoch disponía de muchos recursos para entender que las fatalidades de El mar, el mar tenían que ser otras. Ya había publicado dieciocho obras de ficción. Esta era su decimonovela. Dos años antes vio la luz Henry y Cato. Dos años después, Monjas y soldados. Entre tanto, su ensayo sobre Platón y una obra de teatro. La espuma del Mediterráneo choca contra el espigón de los gatos. La ponientada agudiza sus preguntas. ¿Cuánto habría tardado Iris Murdoch en escribir aquellas ochocientas páginas? Los cálculos no le salen, aunque la decisión es firme: su responsabilidad, como lectora, es la de no demorarse en devorar el tocho más de una semana. ¿Para qué? ¿Para “morir de amor”? Quiere explicarse. Con El mar, el mar entre las manos, puede. Porque ella cree injusto que consideremos más heroico el tiempo que tarda una autora en escribir un libro que el de una lectora en leerlo. Qué pasa cuando alguien se desvive por leer algo, qué pasa cuando alguien se desvive por leerlo muy rápido o de manera muy concisa. Qué pasa con esos artistas oculares. Ella se considera a sí misma una artista de los ojos. Cree que con sus ojos es capaz de moldear la páginas que lee. Le importa demasiado el escritor o la escritora a quien homenajea. Con sus ojos quiere colmar todo aquello que la autora ofrece. Una artista de la mirada para El mar, el mar. Es como si sus ojos fueran capaces de practicar una especie de sexo, una especie de gula, una especie de deporte indescifrable contra la página. Espuma y hormigón. Charles Arrowby está obsesionado con reconquistar a su primer amor y la trama del libro es delirante. Espuma y hormigón. Se tiraría al agua. En vez de eso, marca el teléfono de su amante y le cuenta lo que ha descubierto con asombro: amor, amor, ¡creo que soy una lectora bulímica!
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