Este árbol implacable. Estas flores que pueblan su copa frondosa. La sombra cae sobre mí, rodea el cantero y toca la reja de la casa. Esta casa de mi infancia y de mi adolescencia. Esta casa vieja y grande, el garaje donde papá trabajaba con la amoladora, los bordes del cartel de “Se vende” carcomidos por el óxido.
El pasto del jardín está crecido. Él lo cortaba. A través del ventanal, cuando pasaba con la bordeadora, lo veíamos con mamá desde el living. Firme y amplio, los brazos estirados, repasando el largo jardín.
Mamá siempre estaba ahí, sentada en la mecedora, tejiendo y mirando a través del ventanal. A veces cantaba. Yo jugaba a sus pies. Cuando me aburría, recorría con la vista el jardín, la reja de la casa, el árbol, la calle, las casas. Buscaba aquello que ella miraba. Una vez le pregunté qué era. La amoladora, como todas las tardes, sonaba de fondo. Ella siguió meciéndose, con la mirada fija. 
-Nada. Espero. -me dijo.
-¿Qué cosa?
-Que el árbol se vaya.
Pero yo apenas había cumplido diez años, y no entendí lo que había querido decir. 
Este árbol implacable. Sus raíces que rompen las baldosas desde abajo. El municipio intentó cortarlo muchas veces. Llegaban siempre dos hombres, se paraban al lado del árbol, donde estoy ahora, y con las planillas anotaban mediciones, revisaban el tronco enorme, la corteza, las raíces. Uno era alto y morrudo. El otro, un poco más bajo y rechoncho. Mamá y yo los veíamos desde el living. Al poco tiempo, la amoladora de papá se apagaba y él salía del garaje. A veces llegaban cuando emprolijaba el pasto. Entonces apagaba el motor y el silencio se hacía carne. Atravesaba el jardín hasta pararse detrás de la reja. Los brazos cruzados, de espaldas a nosotros, frente a los dos hombres. Su cuerpo tapaba incluso al más alto. Mamá dejaba de mecerse y bajaba la vista. Pasaban unos minutos en los que el tiempo parecía no moverse, hasta que se iban. Entonces papá, en vez de volver al garaje o seguir con el pasto, venía hacia nosotros. El hombre alto, en ese momento, sin que él lo viera, se asomaba a la reja, miraba hacia dentro y saludaba. Desaparecía justo cuando Papá descorría el ventanal. 
-Dejá eso y andá con Juan.
Yo lo miraba. Él me devolvía la mirada y entonces yo asentía y me iba corriendo. Atravesaba el jardín, abría la puerta de la reja y, mientras cruzaba la calle, miraba a los costados, buscando a los hombres, que ya habían desaparecido. Una vez en la casa de Juan, llamaba a su puerta. Era el hijo del vecino de enfrente. Al verme desde una de las ventanas, me saludaba, corría a buscar la pelota y yo volvía a la vereda de mi casa, a esperar que saliera.
Por momentos, mientras la pelota giraba hasta él, volvía la imagen de papá. Se me aparecía su gesto tenso, la sonrisa casi imperceptible, el marrón con el que sus ojos me atravesaban. Siento el tronco del árbol en mi espalda. Ahora también se me aparece. La luz atraviesa la copa y forma un entramado en la sombra redonda. Una vez, después de patear lejos la pelota, me apoyé en el árbol y los vi. Discutían. Mamá, quieta en la mecedora, con las manos entre las piernas, miraba hacia arriba. A veces decía algo. Era un problema que vinieran los del municipio. Él jamás me lo explicó, y yo jamás se lo pregunté. Mientras los miraba, en un momento, mamá bajó la vista y me encontró. Papá seguía hablando y moviendo las manos. Ella sostenía sus ojos pardos en los míos. “Que el árbol se vaya” creí escuchar. Me inundó el silencio. Creí sentir su canto espeso y sibilante en mis oídos. Volvió a mí cada tarde con ella mirando por el ventanal. El sonido seco y frío de las agujas de crochet golpeándose entre sí, sobre el ruido monótono de la amoladora. Fui hasta la reja. Me agarré de los barrotes y apoyé la cara. Era como si se me presentara sincera y completamente. Como si nuestros dolores y pensamientos se conectaran. Sentí este mismo frío en la frente. Ella permanecía inmóvil, con las manos entre las piernas. “Espero”. La escuchaba. “Que el árbol se vaya” decía. Las tardes. El árbol. El hombre alto saludando. Todo frente a mí, tan claro como esa luz oxidada. De fondo, extremadamente lejano, Juan gritaba mi nombre. Papá escuchó y giró la cabeza. Creo que me miró. Y corrió de un golpe la cortina. 
Este árbol implacable. Esta familia desconectada. Durante los dos meses siguientes, los hombres de la municipalidad no volvieron. Al principio del tercero, mamá dejó la casa. Fue un domingo a la madrugada. Escuché, envuelto entre las sábanas, las quejas inusitadamente altas, los insultos vociferados, los pájaros que cantaban tímidos el amanecer que comenzaba. Ellos dormían hasta tarde los domingos. Esperé. Hubo un portazo violento y, después, otro más. Salí de la cama y fui al living. Mamá siempre estaba en casa, pero no lo había notado, o sí, pero no lo había entendido sino hasta ese día. La luz abría todo: el living, el cuarto de mis padres, los cajones dados vuelta. La amoladora, de fondo, sonaba insistente. Vi unas valijas tiradas, el placard casi vacío. No sé cuánto tiempo estuve así, ni si hice algo más que quedarme ahí hasta que papá me encontró de pie, mirando la mecedora. 
-Andá con Juan.
Lo miré y él me devolvió la mirada. Asentí y me fui corriendo. Me parecía que, cada vez que la pelota viajaba, volvía a escuchar algún grito. Juan la recibía y devolvía casi con solemnidad, como si me entendiera, casi como si escuchara. Yo miraba, de vez en cuando, hacia adentro. Papá iba y venía por la casa. En un momento Juan pateó la pelota hacia el garaje y yo corrí a buscarla. En el camino volví a mirar hacia adentro: papá movía la mecedora. No vi una raíz que sobresalía entre las baldosas. Una raíz como esta sobre la que ahora apoyo mi pie cansado. Me di la sien contra el cantero. La cabeza me latía, Juan gritaba, yo no lograba levantarme. La pelota brillaba contra la reja. Yo pensaba en mamá mirando hacia afuera. En su movimiento monótono, en su mirada extraviada. En su canto. En eso pensaba. Cuando papá se acercó y le dijo a Juan “Tranquilo, andá a tu casa”, me levantó de un brazo, me llevó adentro y me puso hielo.
-Cuidate -me dijo.
 Llorábamos. 
Este árbol implacable. Esta luz que la primavera casi parece rezongar. Esta luz que sobra en la calle donde ahora algunos edificios reemplazan las casas. Esta calle donde estacionó el auto a los pocos días, cuando llegaba del colegio y papá, con los brazos caídos, llevaba a la asistente social adentro de la casa. Fui directo al garaje. Pasé entre las herramientas, la amoladora, el aserrín, los restos de madera y de chapa. El calor era sofocante. Entré a la casa por la puerta del costado y esperé temblando en mi cuarto. Escuché a papá decir que debía buscarme en la escuela. Que estábamos bien, que no había de qué preocuparse. Cuando cerró la puerta, me acerqué. Mi cabeza se apoyó en su muslo. Revisó que no tuviera el chichón. Levanté la vista: miraba hacia afuera. Los hombres de la municipalidad hacían mediciones del árbol. 
-¿Otra vez?
Se agachó.
-¿Me acompañás? 
Sus ojos vacíos, profundos, me miraron. Le dije que sí, que lo acompañaba. Salimos, caminamos hasta la reja, nos cruzamos de brazos. Papá y el alto se miraron. 
-El árbol se queda -dijo papá. El rechoncho bajó la vista hacia mí. 
-Se queda -dije yo. 

Ambos hombres, sorprendidos, me miraron. Papá mantenía la mirada clavada en ellos. Después de ese día, no nos volvieron a molestar.

| Sobre el autor |
Nicolás Igolnikov es escritor y gestor cultural. Actualmente produce el Ciclo Seamos Libros, de poesía de homenaje. Su libro de cuentos “Las causas perdidas” y su poemario “La desunión” se encuentran aún inéditos, y actualmente empieza una investigación a propósito de un personaje llamado Anselmo. 
Como escritor, ha publicado el poemario “El nombre que falta – y algo de pólvora” y la nouvelle “La Mentira”, ambos por Ex Nihilo – Baja Literatura. Como gestor, ha producido el Ciclo Incógnito de Danza, teatro y literatura (Espacio Cultural Dinamo 2017, Club Cultural Matienzo 2018) y co-producido el Ciclo Metáfora de Cine y Literatura (Club Cultural Matienzo 2017 y 2018). 
A su vez, Nicolás está terminando el profesorado universitario de matemática. La didáctica como área de estudio es el seno donde confluyen su interés por el lenguaje y el saber matemático.

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