Tenía diecisiete cuando llegué a Córdoba. Mi hermano vivía ahí y me consiguió un departamentito en la Avenida Colón. No era un lujo, pero con el tiempo fui acomodándolo como pude, y con un par de boludeces de ferias americanas y compra-ventas le di otra cara al monoambiente que estaba bastante descuidado. Según dijo la mina de la inmobiliaria, habían vivido cuatro chicos que venían del norte del país (de Salta creo) a estudiar medicina supuestamente, y habían destruido casi por completo el departamento. Incluso todavía, en los azulejos floreados de la cocina, había una mancha negra gigante de esas que deja el fuego. Nos contó que parecía que habían vuelto un domingo a la mañana todos borrachos, y que se habían puesto a cocinar y se quedaron dormidos. Nos miramos con mi hermano y sonreímos porque una vez, en la casa de mi mamá, en nuestro pueblo, cuando él apenas tenía unos veintitrés, se había mandado la misma cagada.

De apoco se me fueron acomodando las cosas, y yo me acomodé a la vida de la ciudad. Al principio fue un bajón recorrer esas calles eternas, llenas de negocios, y gente, y todas las cosas en movimiento continuo, todo desconocido.

Por las tardes salía a caminar, trataba de memorizar los nombres de las calles según los carteles de las esquinas, la ubicación del supermercado de los chinos, la farmacia, algún negocio que otro, puntos de referencia para poder volver a mi “departamentito”.

Esa no era la peor parte: lo jodido de verdad era no equivocarme de colectivo. El de la serie A era el mío. Y bajar en la parada correcta; hacer ese viaje diario, a las ocho de la mañana a la empresita de diseño y publicidad gráfica. Yo no era ni soy diseñadora. Lo que hacía era más fácil, o más difícil, según cómo se vea: prestaba mi imagen, mi cara y cuerpo para fotografías de propagandas de jeans, cosméticos, perfumes, etc.

Cuando era chica, entre los diez y los doce, me gustaba mirarme desnuda en el espejo grande que tenía mi hermana mayor. Una especie de reconocimiento supongo, aunque nunca entendía del todo las partes de mi cuerpo. Creo que mi mejor amiga de esa época, Maia, me ayudó a entender que las tetas, la concha, igual que la boca o los ojos, y todo lo demás, están por una razón más que estética y visual. Jugando en la finca de su abuela, una siesta infernal de enero, y muertas de calor, Maia, que siempre fue tan ocurrente para inventar juegos o con qué pasar las horas, de la nada se paró frente a mi cara con las piernas abiertas y la pollerita subida del todo y me “ordenó” que le bajara la bombacha, que quería mostrarme algo. Podía haberme negado, pero sentí mucha curiosidad. Mai, con toda sinceridad, y seguramente mucho de ingenuidad por la edad, se abrió de par en par los labios rosados de su pequeña conchita y me preguntó: “¿Vos te mojás? ¿Viste que si te tocás un poquito acá es como si te hicieras pis? Mi asombro fue total, no tenía ni idea, y sentí simultáneamente la boca seca y que se me aceleraba el corazón. “¿Te pasó?” volvió a preguntarme, y como no quería quedar como tonta, le dije “sí, obvio”, aunque era mentira. Entonces ella, con un tono desafiante, me dijo “¿a ver?”. No sé si fue una orden o qué, pero nuevamente no me negué, y así accedí a su jueguito. Me bajé los pantalones y la bombacha (la mía era rosada), hice lo mismo que ella, y con las piernas abiertas me paré frente a su cara y empecé a jugar con los dedos. “¿Te mojaste?” me preguntó. A mí me pareció un poco inquietante, lo cierto es que no me había mojado, no dejaba de pensar en la vergüenza que sentía.

Mai, decidida siempre, se acercó y me dijo: “Lo estás haciendo mal”, “Así tenés que hacer para mojarte, tonta”, entonces sentí que entre mis piernas se deslizaban sus manos suaves y delicadas. Mi conchita se mojó a montones. “¿Te gusta?” sonó su voz, casi un susurro en mi oído, y mientras me tocaba despacito se frotaba contra mi cuerpo, yo podía sentirla toda “¡Nos mojamos las dos!” dijo fascinada. “Ahora tocame más” pidió mandona, así que metí mi mano entre sus piernas. Tenía la conchita toda caliente y resbalosa, y yo empecé a frotarme como ella que de repente hacía sonidos raros. Eran gemiditos (eso lo supe mucho después). Igual, sin saber bien lo que hacía, estaba segura: mi primera calentura fue con una mujer.

En la ciudad ya me manejaba canchera. Iba y venía para todos lados con total naturalidad. Costó al principio, pero lo logré. Y también ya me había hecho de conocidos por el trabajo, del barrio, y con eso, una que otra relación de entre noche, nada serio, lo normal. Normal hasta que de tanto subir y bajar por un mismo ascensor y de cruzar “holas y chaus”, me hice medio conocida de Micaela, una loca linda que estudiaba arte. Vivía en el mismo edificio, a dos departamentos del mío. Un domingo muy temprano me sorprendió golpeando en mi depto. No me acuerdo bien la hora, pero seguro todavía no eran las nueve. Fueron tres toques, después tres más, y más fuertes. La insistencia me hizo pegar un salto de la cama y fui a atender súper dormida. En el camino hasta la puerta me tropecé con un perchero y le di una patada a una mesita ratona que todavía me duele. Abrí la puerta media encorvada por el dolor en el dedo del pie. “Uy… ¿Estabas dormida? Disculpá… Venía a ver si no tenías un poco de azúcar que me quede sin y el kiosco de Carlos todavía no abre. ¡Me muero por unos mates!” Entre el sueño, el dolor en el pie, y su verborragia, ni me acuerdo qué le contesté, pero se ve que le entendí porque fui adentro y volví con un paquete de azúcar. Durante esa semana no la volví a ver. No la crucé en el ascensor ni en el pasillo, ni en la puerta, lugares en los que siempre coincidíamos. Pero el viernes a la nochecita, al rato de llegar del laburo, volvió a sonar la puerta. Era Micaela. Entre las manos tenía un paquete de azúcar.

Me adelante a su suicidio verbal diciendo que no hacía falta, que no se hubiera molestado, y todos esos convencionalismos que se dicen en estos casos. “No, esta es para compartir los mates de ahora” me largó como si nada.

Y yo, sorprendida de mí misma: “¿Tu casa o la mía?” “Hoy tu casa, mañana la mía” sonrió y entró pidiendo permiso.

Hacía mucho que no tomaba tantos mates. También es cierto que tomar sola es aburrido, y a mí me da fiaca, así que por lo general optaba por un té o café. Mate va, mate viene, me contó un poco de su vida. Estaba en segundo año de Arte en la Universidad Nacional. Tenía quilombos con sus viejos que según ella eran unos “trogloditas”. Todos abogados, conservadores y fachos. El hermano también. Ella le decía “el botón”.

A los dieciséis se fue de la casa. Vivió con siete personas en una pensión de morondanga. “Había que sacar número para usar el baño” decía. “Si me preguntás, vi de todo y no me arrepiento de nada” contaba entre risas y se mordía los labios.

Se acabaron los mates, pero no la charla que iba por la parte en que me tocaba responder un interrogatorio exhaustivo de mi vida: lugar y fecha de nacimiento, familia, amigos, parejas, estudio, trabajo, etc, etc, etc. Después la conversación se hizo más existencial o “profunda”. Ella habló sobre lo triste que le parecía no trascender en lo que hicieras, sobre sus miedos, sobre la muerte, en la muerte absurda o entre desconocidos. “Me aterra la idea de poder morirme en la calle, a la hora pico, rodeada de gente que va y viene, que son como fantasmas. Que me atropelle un auto —ponele— cuando esté cruzando la avenida, a la tardecita, cuando el sol se empieza a morir también, y el aire está lleno de olores: las garrapiñadas, el algodón de azúcar de los vendedores ambulantes, la transpiración de la gente, el humo de los caños de escape, el olor a grasa quemada de los colectivos, perfumes frutales empalagosísimos, las cloacas en las calles rotas; desaparecer en el centro de la ciudad como si te perdieras en el fondo del mar, con todos los ruidos ahogándote, anulándote, formando una bisagra entre vos y la vida, y todo lo vivo; morirte así, siendo nada, nadie, uno más o uno menos, un perfecto desconocido, ni un rostro familiar, ni una cara conocida… Me aterra…es horrible” Esto me lo fue contando mientras nos íbamos sentando en un sillón que tenía frente al ventanal que daba al balcón del departamento. Por un rato, cuando terminó, nos quedamos en silencio, y ella parecía un poco triste. Ahí nomás le conté un chiste, una boludez que a veces mi papá me mandaba por sms. Se río y el momento de gravedad pasó.

“¿Por qué la gente estereotipa todo? Eso es como estar limitándose todo el tiempo ¿o no?” trataba de filosofar, pero se notaba que era una pregunta de esas que uno hace para tantear algo, y la verdad es que aunque intuía por dónde venía la cosa, me quedé muda. Eso me hizo acordar a cuando Maia, de chiquitas, me apuró a ver si me mojaba. “Los besos, por ejemplo, no tendrían que estar limitados…” explicaba Micaela. “Si en este momento te doy un beso ¿a vos no te pasa nada, no sentís nada?” Otra vez me apuraban. Pero esta vez fui decidida y no dudé: “Sí, obvio, si vos me besas claro que voy a sentir algo”. Me di cuenta que esperaba esa respuesta. Se acercó y me dio un beso suave. Después una mirada intensa, una sonrisa de picardía y otro beso largo, profundo y húmedo al que respondí con más intensidad.

¡Qué calor! De repente hacía muchísimo calor, como si desde su boquita roja saliera el aire vaporoso y denso de una calefacción puesta al máximo. Me incendiaba de adentro hacia afuera. Intuí que Micaela sabía lo que generaba en mí, y por eso se reía y volvía a ahogarme en sus besos ardientes y a la vez mojados, con gusto a manzana deliciosa. “¿Te puse incomoda? Estás re colorada…” me preguntó con una voz dulce y suave como una canción de Portishead. Me encantó su manera tan cuidadosa, aunque me sentí súper expuesta. ¡Estás re colorada! Podría haber obviado el color de mi cara que nada tenía que ver con la incomodidad o la vergüenza, así que ni lenta ni perezosa le tiré para joderla: “Es el calentamiento global bonita…pero incómoda por vos no ¡tengo el control remoto clavado en el orto hace una hora!” Casi nos meamos de la risa. “¿Y qué onda con el calentamiento? Si es global debe incluir varias zonas…” dijo mientras me escaneaba entera con la mirada”. “Y… varias zonas están afectadas… pero hay una que si te fijás bien está en alerta roja…” se lo dije de una para que no le quedaran dudas.

Me partió la boca de un beso, pero de esos que no dejan lugar a dudas, y saltamos del sillón como resortes para apoyarnos en la ventana que daba al balcón. Estábamos como pegadas, entrelazadas, un revoltijo de bocas, lenguas, piernas, brazos, manos, dedos; un remolino o una calesita fuera de eje; dos bailarinas de una cajita musical… y fuimos girando contra las paredes, entre las sillas, la mesa, ensimismadas en nuestro vals, hasta el pie de la escalera caracol.

“¿Estás segura…vos querés…digo…querés…?”. Me hablaba entrecortado, no podía terminar las frases. ¿Se había puesto nerviosa? No sé si era eso, la agitación o la falta de aire, pero algo le había complicado la cabeza. ¿Y la fluidez con la que me habló de tantas cosas? Las palabras parecían esfumársele de la boca. No respondí a ninguna de sus semi preguntas, o tal vez sí, de alguna forma. Y porque estaba tan hermosa con su torpeza oral, la agarré de la mano para guiarla en el ascenso, y ella sonrió y me mordió la boca. Después me agarró por la cintura y así me pegó bien a su cuerpo. Yo temblé cuando me apretó la cola en el tercer escalón, me di vuelta y le comí la boca. Con cada paso el franeleo se intensificaba, y cuando llegamos a la pieza ya tenía la bombacha hecha sopa.

“Sentate en la cama” dijo mientras se desabrochaba el jean bien frente a mi cara. Se acercó despacito y con la mano en mi pecho me empujó y caí de espaldas, entregada. “Recuperó del todo la fluidez” pensé entonces, pero de un chupón en el cuello me sacó de mi cabeza. Me recorría con la lengua como si fuera un helado mientras me sacaba la ropa de a poco. Mi vestidito amarillo voló como el canario de mi abuela al que una vez jugando, cuando tenía cinco, le abrí la jaula. Quedé con mi corpiño, y mi bombachita empapada, y mi respiración entrecortada, esperando de nuevo la boca suave, la lengua tibia e inquieta. Y las dos vinieron de golpe. A mi boca, a mis hombros, a mi panza, a mis brazos y mis piernas. “¡Chupame las tetas!” le rogué, y Micaela me arrancó el corpiño y enseguida empezó a jugar con mis pezones. Tenía la lengua caliente, así la sentí cuando ya tenía mis tetas en la boca. Yo gemía y sentía que me escurría lava entre las piernas. Ahí se fue a posar su mano derecha, la más hábil; ahí se dio cuenta: “¡Te mojaste toda mi vida!” dijo, y en la voz se le notaba sed, o hambre, o las dos cosas. Abandonó mi pecho y se bajó directo a correrme la tanguita a un lado para darme apenas unos besitos tímidos, apenas tres o cuatro. Me bajó la bombacha, acarició mis muslos y me pidió que me abriera toda, “como una flor” dijo. Yo quería ser su flor. Una dalia o una amapola, un alhelí o una simple rosa. Quería ser la reina puta de la primavera, la más trolita, perfumada y radiante del jardín. Por eso me abrí, y me abrí, y me abrí; por eso ella me chupó, y me lamió, y me mordió.

Mi cuerpo y el suyo se estremecían. De su conchita salía calor, perfume a calentura de mujer caliente. Sabía que era el momento de tocarla, así que puse mis manos entre sus piernas y con la punta de los dedos le acaricie la conchita. Sentí su humedad (ella también estaba re mojada). ¡Mar chiquita entre las piernas tenía! Y me fui hasta abajo para volverla loca. Empecé a jugar con su argollita sin sacarle la bombacha. Yo quería que me pidiera a gritos “que le coma la concha, que no se aguantaba más”, y de tanta mano y tanto dedo empezó a tirar de las sábanas, a encorvar la espalda y contorsionarse como una serpiente histérica. “Está en alerta roja” pensé, y dupliqué mis caricias: el golpe de gracia. Ahora sí, lo que yo quería: “¡Sacame la bombacha, quiero sentir tu boca, quiero acabarme en tu boca!” Y yo me volví loca, y más aún cuando se paró en la cama para sentarse en mi cara con las piernas abiertas. Mi lengua se fundió en sus labios ya más rojos que rosados, y como un temblor de verano, sentí un sacudón en su cuerpo. La concha latía como el corazón de un animalito asustado. “Ese fue el orgasmo más grande de mi vida” me dijo después (pero no le creí), cuando terminamos rendidas, acabadas entre las sábanas, transpiradas, una encima de la otra.

Fue natural, “pura intuición”, respondí a su pregunta de “cómo sabía lo que tenía que hacer, si no había estado con alguna otra mujer”. Y es que no somos un mapa de recorrido riguroso. Si sos mujer sabés qué te gusta y qué no, cuáles son las cosas que te vuelan la cabeza, las que te joden, las que ni fu ni fa.

No somos todas iguales, cogemos diferente pero parecido, y nos definimos de distintas formas. Micaela se autodefinía como una “open mind” por eso estaba con tipos o con minas. Yo nunca me autodefiní. A lo mejor porque tampoco pensé demasiado en como vivía mi sexualidad. Tuve novios, amigos con derecho, transas, algún ex, etc, etc. ¿Y mujeres? Maia fue mi amiga de la infancia, y aunque jugamos dos o tres veces a toquetearnos, no pasó de eso. Después jugamos, pero a otras cosas, hasta que nos hicimos grandes y ella se fue a otra ciudad con su novio de siempre. Fue una amiguita de la infancia, pero Micaela, fue mi primera mujer.
(Un día Mai me va a preguntar sobre esto y yo le voy a mentir.)


2 comentarios:

Anónimo dijo...

si la historia hablara de un pibe que le muestra a su amiga lo que sale de la pija cuando se toca y le dice "dale tocame"
si la historia hablara de una piba de 17 avasallada por un cuidadoso varón que le pregunta si la incomoda pero que, finalmente, quiere acabarle en la boca
es decir, si la historia tratara sobre una relación heterosexual, ¿estaría este texto acá?

Escrituras Indie dijo...

el texto habla de dos niñas experimentando su sexualidad con consentimiento mutuo, ninguna de las dos sabe que se están masturbando, la historia habla justamente de ese descubrir, no hay abuso de poder alguno, son infancias explorando su sexualidad. todo lo demás es suspicacia tuya.

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