ilustración de Ally Burke |
La chica nueva de la división tenía los dientes muy grandes y blancos como una tableta de chicles Adams. La primera vez que entró al aula —porque se incorporó un par de semanas después de que hubieran empezado las clases —, una de mis amigas dijo que si se apagaran las luces, igualmente se le seguiría viendo la sonrisa. Lo dijo bajito pero se escuchó igual. La nueva se llamaba Jénice y aunque se escribiera con jota y se pronunciara con ye, ella lo pronunciaba con una i latina. Toda su manera de hablar era diferente y cuando tenía que hacer una pregunta, en vez de alzar el brazo entero, apenas levantaba el dedo índice.
Sus
padres tenían una verdulería cerca de mi casa, donde acostumbrábamos comprar.
El negocio en sí no era nuevo pero, hasta hacía un tiempo atrás, lo habían
atendido otros “bolitas”, así llamaba mi mamá a los verduleros. Cada tanto se
quejaba porque la mujer sacaba los cajones a la vereda y no se podía pasar
caminando si no era haciendo equilibrio sobre el cordón. Tampoco entendía cómo
harían para pagar la cuota de la escuela, los libros, los útiles, el uniforme.
Los curas no te regalan nada.
Peor
aún me parecía la palabra que usaba mi papá: “cabeza”, siempre en singular
aunque estuviera refiriéndose al matrimonio de verduleros. Me hacía acordar a
una cabeza alada de ángel que teníamos en casa y que todos los años colgábamos
en el techo del pesebre, un adorno de plástico con brillantina que no tenía
cuerpo. Entonces imaginaba ese mismo adorno pero con la cara hinchada de
Jénice, su pelo de carpincho y dos hojas de lechuga en reemplazo de las alitas.
Quién se imagina un ángel morocho.
En
los recreos, Jénice no iba al kiosco como la mayoría y en cambio comía unas
tostadas horribles que traía de su casa, sentada en los escalones de cemento
donde estaba la canchita del patio. Entre sus dientes enormes y las tostadas
que parecían haberse puesto duras de la noche anterior, era como ver a un
castor royendo un tronco. Nosotras nos quedábamos mirándola desde lejos y nos
reíamos aunque se diera cuenta, porque si bien no lo hacíamos de malas, no
podíamos aguantar la tentación. También le decíamos la Tostada, le gritábamos que
se limpiara las migas del jumper, y le escribíamos cosas en el pizarrón
mientras el aula estaba vacía.
Recién
comenzada la hora, la Salduti
mandó a Jénice que trajera un mapa colgante de la sala de profesores. Siempre
enviaban a los varones porque tenían más fuerza y esos mapas eran muy pesados;
la otra, que era un corcho quemado, sola no iba a poder. Después de que se fuera
del aula, la Salduti
dejó pasar unos segundos prudenciales, luego se apoyó contra el banco de
Jénice, que era el primero de su fila, y usó un tono distinto de voz, como si
estuviera a punto de revelarnos un secreto. Entonces nos pidió que fuésemos más
solidarios con ella, que nos hiciéramos amigos, que no debía ser fácil mudarse
a otro país. Era la primera vez que la profesora de Geografía nos hablaba de
países sin mencionar los nombres.
Tantos
de nuestros excompañeros habían repetido el primer año que ahora sobraban
bancos en el aula. Por eso, no entendíamos que Jénice hubiera podido llegar
hasta segundo con la misma edad que nosotros y siendo tan cuadrada. Seguro que
allá no les exigían lo mismo que acá. Los profesores se debatían entre hacerle
preguntas para incentivarla a participar en clase, porque si no, se quedaba
muda hasta el final, o ignorarla, con tal de que no respondiese una bestialidad
delante de todos y se descontrolara el aula con nuestras burlas, el griterío y
las gomas de borrar lanzadas al aire.
En
una prueba de Biología, me senté atrás de ella en el segundo banco, porque le
había prestado mi lugar a una de las chicas que necesitaba copiarse. Aparte de
ser buena compañera, a mí Biología me resultaba fácil. Sin embargo, me costó
concentrarme por culpa de Jénice, que sacudía una pierna y me hacía vibrar el
banco. En un momento en que la profesora no estaba mirando, espié su hoja y vi
que no había respondido una sola pregunta. Yo, por otra parte, no había
necesitado mi machete —tenía el hábito de prepararlos aunque hubiese estudiado,
por las dudas — y cuando me levanté a entregar mis hojas, lo dejé caer hecho un
bollito sobre el pupitre de Jénice. Ella se lo metió en el bolsillo y empezó a
sacudir la pierna más rápido y a resolver el examen.
A
la salida, noté que se quedaba haciendo tiempo conmigo. Estábamos las dos ahí
paradas, mirando para cualquier lado, en mi caso, jugando con una hebilla, y en
el de Jénice, comiéndose las uñas. Me ponía incómoda no tener de qué hablar y
me daba miedo que la Tostada
propusiera volvernos juntas. Una cosa era haberle prestado el machete y otra
muy distinta, hacerme amiga. Después de todo, yo no la había ayudado porque se
tratara de ella en particular o me cayese bien, sino que hubiese actuado de
idéntica manera con los demás. Me salvaron las chicas cuando regresaron del
kiosco, no el de la escuela sino otro más alejado donde vendían cigarrillos. Ni
bien Jénice las vio, pegó media vuelta y se fue.
Mientras
corríamos alrededor de la canchita en la clase de Educación Física, Jénice fue
reduciendo la velocidad hasta quedar a la par mía. Era más viva de lo que
pensaba; había elegido uno de los pocos momentos en que podía agarrarme sola.
Yo no tenía manera de adelantarme y sacármela de encima porque sentía que
estaba a punto de escupir los pulmones. A pesar de que la otra tuviera las
piernas más cortas, era más rápida que el resto e incluso ya me había
aventajado una vuelta. Me preguntó si quería ir a su casa después de hora —la
odié porque no se quedaba sin aire —. Nadie nos iba a molestar, continuó,
porque sus papás trabajaban hasta tarde en la verdulería. Estaba por
responderle cuando sonó el silbato de la profesora.
Tuvimos
unos minutos para cuchichear con el resto de las chicas mientras se armaban los
equipos de handball. Apenas terminé de contarles, intercambiamos miradas.
Estaba decidido: todas sentíamos curiosidad por conocer la casa de Jénice. Sólo
llamaba la atención que no hubiese nadie, porque hasta ese momento pensábamos
que la Tostada
tendría hermanos sueltos por todas partes. Eran gente de familia muy numerosa,
mi mamá lo repetía bastante seguido, que esas mujeres eran máquinas de parir
hijos a los que después no les podían dar de comer. Aunque tal vez Jénice sí
tuviera más hermanos, pero no les había alcanzado la plata para los pasajes a
Buenos Aires y, mientras tanto, se quedaban a vivir allá.
No
le salió disimular cuando se enteró de que yo había invitado a mis amigas sin
consultarle, pero tampoco se opuso. La Tostada no era capaz de fingir, ni de hacerle frente
a otra persona. Me debía el favor del machete de Biología, al menos eso
pensaría ella. Y si no lo pensaba, se lo recordaría yo. La clase había
terminado y estábamos todas en las últimas, doloridas y chivando. Todavía
faltaba caminar hasta la casa de Jénice, sin embargo, prometió que no quedaba
lejos. Le pregunté el nombre de la calle como para orientarme, pero me dijo que
no tenía. No era posible que una calle no tuviera nombre, pensé, ni que Jénice
todavía no se ubicara tras algunos meses de vivir en el mismo barrio, pero
quién tenía ganas de ponerse a discutir. Sólo nos importaba llegar, sacarnos
las zapatillas y saquear la heladera.
Elegimos
ir derecho por la avenida, a pesar de que fuera más lindo el paisaje de las
calles internas donde estaba el barrio de las casitas —así le decíamos los que
vivíamos más o menos por la zona —. Tomar por el otro camino hubiera
significado hacer cuadras de más y ninguna estaba dispuesta. Cuando llegamos a
la altura de los monoblocks y vimos pasar el premetro con un policía a bordo, y
unas caras que metían miedo a través de las ventanillas, le preguntamos a
Jénice si estaba segura de hacia dónde nos estaba llevando porque más allá de
las torres no había nada, solamente un cementerio de autos y la villa vecina. Sin
embargo, la Tostada
no abrió la boca.
Una
de las chicas fue retrasándose, otra directamente se frenó, y al instante todas
hicimos caso. En cambio Jénice siguió sola otro par de baldosas, luego también
se detuvo y nos dijo que nos entendía, que esa parte del barrio no era la más
linda pero que no estuviéramos asustadas porque no iba a pasarnos nada. Yo le
respondí que eso no era un barrio sino una villa. Las cagonas de mis amigas
bajaron la cabeza a pesar de que estuvieran de acuerdo, no sé qué les daba
vergüenza. Jénice también bajó la suya sonriendo de los nervios, dijo chau nos
vemos mañana y se alejó rápido por la avenida. Ante una situación similar,
estoy segura de que mi mamá se hubiera atajado diciendo que la verdad no
ofende. Yo no quiero parecerme, pero a veces se me hace imposible no escuchar
sus frases en mi cabeza.
| Sobre el autor |
Cristian Godoy (Ciudad de Buenos Aires, 1983).
Publicó los libros de cuentos Galletitas importadas (Pánico el Pánico, 2011) y
Santa Rita (Exposición de la Actual Narrativa Rioplatense, 2014). Algunos de
sus cuentos también se publicaron en revistas literarias como Lamujerdemivida,
Punto de partida y en antologías como Trece (Grupo Alejandría, 2011), Cuentos
raros (Ediciones Outsider, 2012) y Vivan los putos (Eloísa Cartonera, 2013). En
2014 participó en una antología de diez cuentistas argentinos menores de 40 que
publicó la revista Punto de partida (nro. 188, Universidad Nacional de México,
2014). Su primera novela, Campeón, aún inédita, obtuvo en 2011 el primer lugar
en el Premio Municipalidad de San Salvador de Jujuy.
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