por Enrique Antonio Rivas


by Mr. JJ
El mayor miedo de Norber es que los negros tomen el país. Dice que ya no se respeta ni a los próceres. Nada. Dice esto mientras me señala el monumento con la figura del Esteban Adrogué ubicado en el centro de una pequeña plazoleta sobre la avenida Tomás Espora, a pocas cuadras de la estación. Estamos en el Renault 12 de Norber a menos de diez metros de un semáforo.
—Los tienen que enrejar porque sino los escriben con aerosol —me dice, indignado—. O se los roban. Esto antes no pasaba.
Entonces se me pone a contar sobre lo que antes no pasaba, mientras nuestro semáforo cambia del verde al amarillo y luego al rojo. Norber pasa tocándole bocina a una desconsiderada anciana que intentaba bajar a la calle.
—Antes —dice—, la gente era educada. ¿Viste cómo están los colegios de hoy? Parecen fábricas abandonadas. El otro día pasé por la escuela a la que fui de chico y estaba hecha un desastre, un desastre. Me entraron ganas de llorar. Todo por culpa de los políticos corruptos que se quedan con toda la plata, porque claro, no les conviene tener un pueblo educado. Por eso fabrican negros. Porque los negros son más fáciles de manejar.
Yo estoy que me duermo. Que se me cierran los ojos. Encima nos queda como una hora de viaje. Estamos yendo a Canning, a un country de Canning, en el partido de Esteban Echeverría, a colocar un cortinado. En realidad la llaman cortina romana y te sale de quinientos pesos para arriba cada una. Todo depende de cuántas ventanas quieras tapar. De esos quinientos, treinta o cuarenta pesos irán a parar a mi bolsillo. El resto, para la gente educada. Para Norber.
Norber está casado en segundas nupcias con una mujer tres años mayor que él y ambos se dedican a la decoración de interiores en sus ratos de ocio. Una señora muy simpática aunque no tanto como Norber que defiende a los negros. Que no hay que matarlos, simplemente hay que evitar que nazcan. Que no es un crimen, se trata de sentido común. Esta señora muy simpática, llamada Lila, a su vez se relaciona con otras personas tan simpáticas como ella que mayormente residen en countries de Canning, en casas de San Isidro o en departamentos de Belgrano R (lo importante es que tengan muchas ventanas) y les recomienda sobre qué tipo de cortinado colocar en su habitación y/o sala de estar. Para que la casa no parezca un rancho. 
Entonces el que termina colocando las cortinas (perdón, el cortinado) soy yo. Colocar el cortinado significa taladrar dos o tres agujeros encima de la ventana, atornillar las monturas y encajar la cortina así como se encaja un tubo de luz fluorescente. Pero Norber ya no puede hacerlo. Ya no. Tiene problemas en la columna, sufre del corazón y por si fuera poco ahora anda con eso de la presión alta. Porque, como bien dice Norber:
—Este país te enferma, muchacho.
Norber tiene sesenta y cinco años y nunca trabajó. Nunca trabajó en el sentido de lo que conocés por trabajar. Nunca pasó seis, ocho o doce horas adentro de una oficina o de una fábrica (en el caso de que trabajar suponga eso). En realidad vive de la jubilación de su madre que a su vez cobra la jubilación de su difunto esposo, un ex militar de no sé qué armada. La madre de Norber, vale decirlo, está internada en un hospedaje para adultos mayores o en lo que vulgarmente se conoce como geriátrico. Así que está guardada en contra de su voluntad en un geriátrico de Banfield. Norber vivió toda su vida en Banfield. Lila vivió toda su vida en Mar del Plata, hasta que conoció a Norber y le pareció que vivir en la casa de Norber era lo más adecuado, salvo por la otra vieja chafa. De esto ya pasaron quince años.
—¿Te parece que tenga que pagar tanto para que cuiden a mi madre? ¿Adónde está el Estado cuando uno lo necesita?
—Invirtiendo en el fútbol, Norber, en el fútbol —le digo.
Norber es una persona muy inteligente, casi un universitario. Es más, le faltan seis materias para recibirse de abogado. Estudió Derecho en la Universidad de Buenos Aires, allá por los sesenta, cuando, según sus propias y sabias palabras, a la facultad ibas de traje, con el pelo corto y afeitado.
—Y ahora van con banderas —dice.
—Y barba —le digo—, mucha barba.
—Sí —dice—. ¿Dónde se vio?
Además de inteligente, Norber es un hombre muy informado. Lo que se conoce como una persona culta. Todas las mañanas lee el diario La Nación mientras desayuna un jugo de naranja y unas tostadas. Y como si La Nación no fuera suficiente, de fondo pone TN para estar al tanto de la actualidad actual. Así que si salís a trabajar con Norber, una vez cada diez días, si Dios y el Estado te lo permiten, te conviene ir actualizado de la actualidad actual porque te va a pasear por todos los suplementos del periódico.
—¿Viste? Ahora los homosexuales se pueden casar. ¡Qué país! —dice mientras esquiva la barrera de un paso nivel—. ¿Qué te parece?
—Que es antinatural.
—Es lo que digo. No es natural que dos hombres se casen.
—Yo me refería al casamiento en general.
—¿Cómo no va a ser natural? Entre hombre y mujer sí que es natural. ¿De dónde sacaste que no es natural?
—De mi mente.
—Bueno, muchacho, menos mente y más diarios. Hay que informarse sino terminás votando a estos socialistas.
—Gracias, Norber, lo voy a tener en cuenta. Lo que menos quiero es votar a estos socialistas.
 —Además a la mayoría de la gente no le gusta que dos hombres se casen. A veces pienso que sos comunista.
—No, Norber, por favor.
—Hay que respetar lo que dice la mayoría, esto es la democracia.
—Me olvidaba.
—Y sí —gruñe Norber.
Norber tiene domicilio en el conurbano bonaerense, pero dice que si viviera en Capital Federal votaría por Macri.
—¿Viste qué linda está la Capi?
—Hermosa —le digo—. Hermosa. Hermosa.
—¿Fuiste al Colón alguna vez?
—Cientos de veces.
—Yo también. Desde pequeño. Es más, mi padre alquilaba un palco. No hay nada más lindo que ese teatro. Menos mal que lo refaccionaron.
—Ahora creo que están restaurando una iglesia del año del ñaupa.
—Sí, sí, algo escuché. De 1873 más exactamente.
—Qué bueno —le digo—, Dios se merece una iglesia que dé orgullo.
—Y la gente también.
—Claro, la gente se merece que Dios se merezca una iglesia que nos merezcamos todos.
—Eso demuestra que se están haciendo bien las cosas.
—Aunque digan lo contrario.
—Son todas patrañas —me dice—, lo quieren voltear. Ya sabés quién.
—Me imagino.
—Te voy a contar cómo es la cosa —me dice mientras volantea y se mete en una calle a contramano—, cómo se soluciona este país.
—No me digas que lo sabés.
—Por supuesto. Todos lo sabemos. Necesitamos hombres de negocios. Hombres ya hechos. Millonarios, de buenas familias, educados, con cultura. CULTURA. Que sepan lo que es administrar una empresa y no como esta manga de ineptos que no saben ni hablar. Un hombre de fortuna no va a robar, de eso estate seguro.
—Es un buen punto de vista.
—Es el más coherente.
—Es el más coherente punto de vista que escuché.
Norber dice que con la cabeza y mete el auto en una autopista. Pasamos por debajo de un cartel verde que dice; SEÑOR CONDUCTOR, CONSERVE SU DERECHA, cuando Norber me pregunta:
—¿Qué es lo que les enseñan ahí en la facultad?
—De todo un poco. A tejer, a ponerle pitucos a los pantalones, a servirte café sin derramar una gota.
—Me imaginaba. ¿Todavía siguen con eso de los partidos políticos?
—No sé, yo entro por la puerta de atrás.
—Así nunca vamos a progresar. Un poco de historia a veces hace bien.
—Bueno, un poco de historia tuvimos.
—¿Y qué vieron?
—Escuchate esta, Norber, escuchá: ahora dicen que la bandera argentina no es celeste y blanca por el color del cielo y de las nubes.
—¿Ah, no? ¿Y por qué entonces?
—Por los Borbones. Que Belgrano simpatizaba con los Borbones.
—¡Lo que nos faltaba! No ves que este país está lleno de vendepatrias. Así nunca vamos a progresar. Encima les pagan. Mejor dicho, nosotros les pagamos para que ellos les enseñen esas barbaridades a nuestros niños.
—Me parece que hace falta un poco de mano dura con estos salvajes unitarios.
—¿Un poco? ¿Nada más que un poco?
—Bueno, hay que matarlos a todos.
—Tampoco exageres. A algunos. Sólo a algunos.
—Es cierto —le digo—, si matamos a todos quién va a hacer el trabajo que nosotros no queremos hacer.
—Sos una persona muy inteligente, ¿lo sabías?
—Lo sospechaba.
—¿Cuántos años tenés?
—Veintiuno.
—Para los treinta el mundo va a ser tuyo.
—¿No podría ser un poco antes?
—No, a estos comunistas todavía les quedan un par de años.
—Pero el muro siempre cae.
—Siempre —afirma Norber.
Y se me pone a hablar de que los negros van a tomar el país.
—Tienen demasiado poder —dice mientras mete el auto en una ruta angosta. Y como la ruta es demasiado angosta el perro que estaba cruzando la ruta angosta no puede terminar de cruzarla porque las ruedas del auto, que no son demasiado angostas, lo pasan por encima y lo dejan angostito sobre el asfalto—. Piquetes, huelgas, sindicatos y algunos medios de comunicación.
—Hace falta una revolución —le digo. Norber me mira, extrañado. El auto zigzaguea por un instante—. Libertadora. Otra Revolución Libertadora.
—No sé si tanto.
—A veces pienso que sos comunista, Norber.
Norber rezonga. Y dice:
—Bueno, sí, puede ser que otra Revolución Libertadora sea la solución. No estuvo tan mal. Yo tenía diez años en aquél momento y nunca en mi vida viví tan tranquilo. Ahora no se puede ni salir a la calle. Te matan por unas monedas, todo por culpa de la maldita droga.
—Habría que prohibir las malditas monedas.
—Y pensar que hay países en dónde los dejan drogarse. En Holanda, por ejemplo.
—Pero allá son rubios, Norber, pequeño detalle.
—Es cierto.
—Y educados.
—Más cierto todavía.
Norber pisa el acelerador a fondo y adelanta un camión que iba a velocidad tortuga.
Y dice:
—¡Qué país! Todo lento hacen, todo. Después se quejan porque están doce horas manejando, y claro, a esa velocidad qué querés. ¡Manga de delincuentes!
—Encima hay leyes que los protegen —le digo.
—Menos a nosotros protegen a todos. Como a los homosexuales. ¿Te enteraste que ahora los homosexuales se pueden casar ‘legalmente’?
—Ni me había enterado, Norber, contame.
—¿Qué vivís, en un globo?
Y entonces me cuenta.
Y después me dice que todo es por culpa de la yegua.
—Estas mujeres —le digo—. En la cocina no hacían tantas cagadas.
—Todo por culpa del otro y de la otra.
—¿De quién, Norber?
—De quién va a ser. Del General de cuarta y de la actriz de quinta. A esos se les ocurrió que las mujeres salieran a votar.
—Ay, Norber, este país se está yendo al tacho.
—¿Se está yendo? Ya estamos en el tacho, muchacho. ¿Sabías que en el resto del mundo ni siquiera nos conocen?     
—Lo único que conocen es a Maradona.
—¡Maradona! ¡Otro! ¡Ni me hablés de ése!
—¿Otro qué, Norber? ¿Estás sugiriendo que se trata de otro comunista encubierto?
—¿No te enteraste? Tiene un tatuaje de Guevara en el brazo.
—Qué desilusión.
—Encima lo llaman Dios. ¿Te imaginás a Dios con un tatuaje de Guevara?
—Si Dios llega a tener un tatuaje del Ché, el Vaticano tendría que intervenir inmediatamente en el asunto, excomulgarlo, como mínimo. O Inquisición.
—Estamos en el horno. Menos mal que queda gente como vos que son el futuro de esta preciosa tierra.
—Somos la salvación, Norber, no te preocupes. Si ellos tienen un martillo y una hoz, nosotros tenemos aviones que pueden sobrevolar la casa rosada. Vamos a ver quién la tiene más larga.
—Cada día estás más inteligente, muchacho.
—Es que viajo mucho con vos, Norber.
—Y lo bien que hacés. Los jóvenes tienen que escuchar a los grandes que ya saben cómo es la vida, pero no, lo único que saben hacer es mirar televisión, navegar por interné y mandar mensajes de texto.
—Todo por culpa de la maldita droga, Norber.
—Y encima la quieren legalizar, ¿te parece?
—Para mí la tendrían que regalar —Norber me mira, el auto vuelve a zigzaguear—. Digo, tendrían que juntar a todos los drogadictos y regalarles la droga y mandarlos a una isla apartada de nosotros.
—Es lo que dice el cura. Con los homosexuales habría que hacer lo mismo. Mandarlos a una isla y que allá hagan su propio país con sus propias leyes.
—Y de paso mandamos a los comunistas, total entre ellos se entienden.
—Es un buen punto de vista —me dice Norber.
—Es el más coherente.
Llegamos.
El country se encuentra en el medio de la nada. Campo, campo y más campo. Antes de entrar Norber debe realizar los trámites necesarios para que nos dejen pasar. Los trámites necesarios para que nos dejen pasar consisten en detener el auto frente a una barrera baja y realizar un par de trámites burocráticos que a Norber lo sacan de las casillas.
Norber toca bocina. De la garita sale un seguridad privada y lo saluda. Norber no lo saluda y le dice que viene a realizar una instalación de tal cosa a la casa de la familia tanto ubicada en el sector tanto. El seguridad llama por teléfono a la familia tanto y le dice que hay un señor tanto que viene a realizar una instalación de tal cosa. El seguridad asiente con la cabeza y cuelga el teléfono. Luego le pide los documentos a Norber. Norber se enoja, aunque se los entrega, entre puteadas. El seguridad anota el número en una planilla y se lo devuelve. Y le dice que abra el baúl. Norber se enoja todavía más y le pregunta para qué.
El seguridad insiste.
—¿A ustedes le pagan para molestar a la gente? —gruñe Norber mientras desciende del auto—. Hay delincuentes allá en la calle y ustedes molestándome a mí.
Por el espejo retrovisor veo que Norber abre el baúl. El seguridad controla las cosas que hay adentro y las anota en otra planilla, mientras Norber dice:
—Son herramientas de trabajo. ¿Sabés lo que es el trabajo, vos?
El seguridad termina de anotar y se mete en la garita.
Norber vuelve al auto y mientras se sienta me dice, aunque lo dice en voz alta:
—Morochos. Como no saben leer ni escribir terminan molestando a la gente que sí sabe leer y escribir.
—Es increíble, Norber. Nos revisan a nosotros y después son ellos los que roban a la buena gente que vive acá adentro.
—Es la cosa más sensata que dijiste hoy.
La barrera se levanta y entramos. Damos miles de vueltas durante un buen rato por callecitas finitas hasta que encontramos la casa de la familia tanto. La casa de la familia tanto es una casa de tres pisos con ventanas y ventanales apuntando en todas las direcciones. La fachada es de color rosado y el techo es un enchapado que simula ser un tejado, verde aceituna.
Norber toca el timbre mientras yo abro el baúl y saco las tres cajas de herramientas.
Lo atiende la mucama y le dice que la señora no está.
Norber se enfada:
—¿Cómo que no está? ¿Y hay alguna persona?
—Yo —dice la mucama.
—¿Y alguna persona sensata?
La mucama se encoge de hombros.
—¿Le dejó el pago de la instalación por lo menos?
La mucama dice que sí.
—¿Usted me entiende cuando le hablo?
La mucama dice que sí.
—Pareciera que no —dice Norber—. Bueno, deje la puerta abierta que vamos a entrar las cosas. Vaya, vaya a ver la novela.
Así que la mucama desaparece y yo entro las tres cajas de herramientas y los cuatro cortinados de un metro y medio de largo cada uno. Lo hago en cinco viajes. Apoyo todo en el suelo del living pero Norber me dice que es arriba, en el tercer piso. Y me ayuda, me ayuda señalándome dónde queda la escalera. Tardo cuatro subidas de escalera caracol en llevar las tres cajas de herramientas y los cuatro cortinados. Norber me dice que no, que ahora que lo recuerda bien, dos son para el segundo piso. Pero que primero pongamos este par en la habitación del matrimonio y que luego bajemos.
Una hora y pico después terminamos de colocar las cortinas, las cuatro, aunque dos las tuvimos que poner dos veces porque Norber se confundió de ventana por lo menos en dos ocasiones.
—El secreto de este trabajo —me confesó una vez—, es hacerlo parecer complicado.
—Y lo es, Norber, que no te quepa duda.
—No lo es, cualquier mono con dos gramos de cerebro lo puede hacer. ¿Vos no pusiste una la otra vez?
—Pero quedó torcida.
—Viste que se puede. La cosa es que cuando estén los dueños tenés que hacerlo frente a ellos. Demostrarles que te estás esforzando y hacerlo que parezca difícil, como que ellos no podrían poner estos cortinados. Y ahí te pagan lo que le pidas.
—Es el mejor consejo que me dieron en la vida, Norber. Lo voy a anotar.
—También depende de quién lo haga. Si el que tarda mucho es un boliviano lo van a tratar de incompetente.
—Y es lo más cercano a la realidad, Norber.
—Obvio. En cambio si lo hacemos nosotros es complicado. 
Como ya dije, Norber es una persona muy instruida.
Una vez que terminamos de colocar las cortinas llevo las tres cajas de herramientas al baúl del auto. Las tres cajas de herramientas pesan como cincuenta kilos cada una y todo lo que Norber mayormente necesita no es otra cosa que cinco tornillos y un destornillador. Pero a mí me pagan por llevar las cajas de herramientas y no para decir lo que Norber necesita o deja de necesitar. Eso me dijo Norber una vez.
Norber llama con un chistido a la mucama y le dice que vaya a comprobar las cortinas, que nosotros esperamos acá, en la puerta. La mucama se va y vuelve al ratito, con la plata en la mano.
Norber cuenta los billetes. La mucama le pide una boleta o algo.
Norber dice:
—Acá falta plata.
—Es lo que dejó la señora —dice la mucama.
—Faltan quinientos. 
—Es lo que dejó la señora —repite la mucama.
—¿Usted entiende cuando le hablo? Acá faltan quinientos pesos. Quinientos. ¿Me escucha?
—Es lo que dejó...
—Voy a tener que quitar una cortina. Y sí, no queda otra. Traé las herramientas —me dice—. No, esperá. Mejor la llamo.
Norber saca su celular de una funda de cuero que tiene enganchada al cinturón del pantalón y marca unos números. Y habla:
—Mecha, querida, Norber habla. ¿Có-te-va? Bien, bien... ¿El Gordo? Mandale saludos. Sí, sí, ya te pusimos las cortinas, sí, quedaron un lujo, pero hay un problemita: no dejaste una persona a cargo. Sí, sí, hay una mucama, pero no hay ningún ser humano responsable. Y encima esta chica me está dando de menos. Sí, sí. Seiscientos veinticinco pesos cada una habíamos quedado, ¿o no? Y ojo que te las estoy dejando a seiscientos veinte... Y bueno, sí, y bueno esta chica me dio menos, me dio dos mil y dice que vos le dejaste eso... Y sí... Sí, son así. Sí, sí, sí, es una pena. Uno les da una oportunidad y lo defraudan. Falta de educación, Mecha, falta de educación. Sí, totalmente. ¿Adónde van a conseguir un trabajo mejor que éste? No, olvidate. No te hagás drama, Mecha, que sos joven para hacerte drama por gente como esta. Quedate tranquila, ahora le digo. ¿Querés decírselo vos? Ok, ok, yo le digo. Besitos. Sí, sí. Saludotes al Gordo, chau. Chau mi amor—. Norber cierra el teléfono y se lo guarda en la funda—: Dice Mecha que ella dejó dos mil quinientos pesos encima del elefantito de cerámica y que prefiere pensar que los quinientos se perdieron.
—La señora no se llama Mecha.
—Los amigos la llamamos Mecha —dice Norber y se señala el pecho con dos dedos—. No sé cómo la llamarán los empleados y tampoco me interesa. Vaya, vaya a traer eso.
—Pero...
—Pero nada, ¿no escuchaste a la señora? ¿Querés hablar vos con ella? ¿Entendés cuándo te hablo?
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Le entiendo.
—Bueno, querida, entonces conseguí esos quinientos si no querés que quitemos una cortina y después Mecha se enoje con vos.
La mucama se retira.
Norber dice que no con la cabeza y hace un gesto de cansancio.
—Esta gente no quiere entender. ¿En qué hay que hablarles? ¿En guaraní?
—Es la maldita droga, Norber. La maldita droga.
—Encima la quieren legalizar, ¿te enteraste?
—No, Norber, contame.
En ese momento aparece la mucama y le pasa unos billetes.
—Viste que estaban en algún lado —le dice Norber mientras los cuenta—. No quisiera creer que te los estabas guardando.
—Los saqué de mi sueldo porque lo que dice la señora no está.
Norber se guarda los billetes y se dirige al auto:
—Bueno, querida, no te hagás drama, después arreglás con Mecha. Mecha es una buena persona, no es mucama, así que te la va a devolver.
Norber abre una caja de herramientas y saca un serrucho eléctrico que en ocasiones usamos para cortar los tubitos de aluminio que sirven de soporte para la mayoría de las cortinas.
—Igual es muy feo lo que hiciste —le dice Norber, y agarra la muñeca de la mucama y le corta los cinco de la mano izquierda. Luego le corta los dedos de la mano derecha—. Ahora te conviene barrer esto antes de que venga Mecha.
 Norber limpia la hoja ensangrentada de la sierra en la ropa de la mucama y la guarda en el baúl. Subimos al auto y nos vamos.
Salimos del country haciendo los mismos trámites que al entrar. Y Norber toma el mismo camino que al venir.
—Otra vez lo del teléfono, Norber, te estás transformando en mi ídolo.
—Siempre funciona —dice Norber mientras frena el auto en una barrera baja que no puede esquivar porque el tren ya está pasando. Es un tren de carga que transita a dos kilómetros por hora—. Si no se lo hacés vos te lo hacen ellos. Hay que andar con cuidado en esta vida—. Norber gruñe y golpea el volante con las palmas de ambas manos—: ¡En avión tendrían que llevar estas cosas! En avión. En un país serio estas cosas se llevan en avión, o en barco. Pero no. Todo para joder a la gente que anda en auto. ¡Cómo si no tuviéramos nada qué hacer!
—Norber, te vas a enfermar si seguís así.
—Es que este país me enferma, muchacho, antes no era así.
—¿Ah, no? ¿Y cómo era?
Y Norber se me pone a contar.
Conclusión: todo por culpa del que les da de comer.    
—Si ellos no los educan no me voy a poner a educarlos yo, ¿no te parece?
—Creo que la gente que entrega los Nobel está siendo injusta con vos.
—Es lo que me parece, muchacho, le guste a quién le guste. Esto es la democracia, ¿o no?
—Así dicen.
—Entonces en una democracia bien entendida tiene que gobernar el pueblo, y yo soy el pueblo.
—Gobernar es una palabra muy fea, Norber, se dice dominar.
—Exactamente: dominar. El pueblo tiene que dominar y yo soy el pueblo. Pago mis impuestos al día, no como estos que no te pagan ni la luz y tienen televisión satelital gratis. ¡Con ochocientos canales encima! Yo pago doscientos pesos y tengo setenta canales, ¿cómo puede ser? ¡¿Y los gobernantes no hacen nada por nosotros?! ¡¿Adónde están mis diputados?!
—Legalizando la homosexualidad, Norber, lo sabés.
—Es triste este país, muy triste. Yo voto siempre que hay que votar y a quién quiero votar, no como estos, y a mí no me hacen caso. Y cuando puedo le doy trabajo a la gente desocupada e ignorante como vos. ¿Qué más puedo hacer? Decime.
—Nada, Norber, nada. El sector V.I.P. del cielo te pertenece.
—Gracias, muchacho, creo hoy te voy a dar un billete extra.
—No, Norber, no me lo merezco.
—Claro que sí.
Norber saca dos billetes de veinte y me los tira en el regazo.
—No quiero resultar mal educado, Norber, pero esta es la misma plata de siempre.
—¿Qué decís? Te di sesenta.
—Acá hay cuarenta, Norber.
—Hay sesenta, muchacho, no le vengas con truquitos a quién los inventa.
—Tenés razón, Norber, hay sesenta. Muchas gracias.
—De nada, muchacho, de nada. Y ya sabés, informate antes de andar estudiando por ahí.
—Sí señor.
Norber me tira en la esquina de mi casa y me dice que la semana que viene tenemos que instalar un cortinado en un country de Pilar llamado Las Palmas de las Hojas Verdes Naturales, o algo así. Yo le digo que ahí voy a estar. Todo sea por la patria.


[ sobre el autor ]
Enrique Antonio Rivas nació el 1 de abril de 1979 en Capital Federal, aunque toda su vida vivió en Temperley. Actualmente estudia Letras en la Universidad de Lomas de Zamora. Escribe cuentos y tiene un par de novelas inéditas. En 2011 publicó Los nietos del carnicero con la Editorial Funesiana. Desde el 2012 se dedica a la encuadernación de libros con su pequeño proyecto artesanal llamado Delgarash. También escribe para la Revista Burra. Trabaja de lo que puede.
Contacto: sonnykunp@hotmail.com   

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