Por Carlos Yabib


Daniele Del Nero de la serie “Brockenhaus
Vestido con camisa azul y una gorra en la cabeza, un solitario hombre iba por los callejones con un cajón abierto delante del pecho. Caminaba lento con un palo cargado contra su hombro izquierdo, sostenido con sola una mano mientras se calentaba la otra en el bolsillo lateral. Como fuera costumbre, una atmósfera álgida envolvía la ciudad. Las ventanas se escarchaban, crujiendo con cada nuevo ventarrón al ser azotadas por el aguanieve. Tenía ya los pies entumecidos por andar bajo la lluvia, que a pesar de asemejar un finísimo velo blanco le empapó los calcetines tras apenas unos pocos minutos; el frío le calaba los huesos con un tacto lacerante haciéndole correr escalofríos con el aura. Esa noche, había dado su primer folleto a una persona de aspecto extraño, que parecía estar hundido entre ideas obscuras que mermaban sus fuerzas.
Estaba al fondo de la calleja, ataviado con un abrigo viejo, unos pantalones desteñidos y un par de zapatos con lodo alrededor de la suela. El hecho de estar parado bajo la llovizna parecía no importarle aún y que tiritaba. Despedía un aroma a licor y cigarro, disminuido por el agua vaporosa que llovía sobre los dos; ésta era la típica fragancia de los salones de jazz donde ahora se bailaba el fox-trot con mujeres de piernas largas que asomaban la curva de sus pantorrillas por debajo de los vestidos. Seguramente, vendría del mismo recoveco de donde unos saxofones menguados por la distancia inundaban las calles con su murmullo. Tenía un aspecto desgarbado pero jovial, como el de los mineros novatos o los eruditos de ciencia.
Mojándoles los hombros al caminar bajo los zaguanes, pequeños témpanos derretidos caían desde las canaletas y las nubes grises. El clima se mantenía igualmente sombrío desde principios de mes, ahora acumulando hasta quince pulgadas de nieve en las regiones agrestes. Pero para Jerry Edmonton, el frío nunca significó sino un amigo con el cual, los silencios largos con que se acompañaba en sus caminatas, eran transformados en días de asueto para disfrutarse. El dolor, sí, lo cargaba por horas entre sus huesos mustios, soportando las punzadas del fresco en su cuerpo; sin embargo, las quitaba con creces junto a una estufa de leña que hacía siempre buen fuego aunque se alimentara sólo con ramas u hojarasca. Dormía acurrucado contra estos metales calientes en la habitación que rentaba. Era un espacio vacío, donde una pila de ropa, otra de zapatos enlodados y el cajón abierto con los folletos dentro junto a la pancarta eran los únicos adornos.

Sumido en sus ideas, oyó un grito a sus espaldas pidiéndole detenerse por un momento. Tal parecía que era para leer el cartel oscurecido que llevaba al hombro. No hizo falta voltear para saber que era el mismo individuo aletargado bajo la lluvia quien lo detenía. Obedeció a ciegas, parándose en seco bajo la luz de una farola para sostener en alto su letrero.
─¡He estado buscando a usted! ¿Qué es esa velada? ¿Dónde? ¡¿Cuándo es?!
─No es para cualquiera─respondió Edmonton con la apatía del momento, para coger nuevamente el paso con mayor apremio.
─¡Espere!¿Qué lleva usted en el cajón? ¡Le compraré algo!
El hombre, exaltado, comenzaba a correr. Chapoteaba al golpear con todo su peso los minúsculos bordes del empedrado. Tenía un interés poco convencional por averiguar de qué se trataba todo. La gran mayoría, simplemente pasaba de largo para llegar a los salones y pedir un trago con qué entibiarse la garganta. Por desgracia, este infortunado hombre seguro creyó percibir entre líneas alguna especie de llamado al leer y escuchar la misma disyuntiva en ambos mensajes, cuya idea principal jamás fue manifestarse a favor de la magia o del individualismo anárquico, sino, más bien, vender dicha imagen. Los dueños del teatro incluso denominaban locos a quienes veían en esas míseras palabras en alto, una especie de escapatoria con qué justificar las crisis de su naturaleza suicida, su odio al jazz negro, a los bailes, a la ciudad envuelta en frías penumbras durante el invierno. Ni hablar de los sentimientos mortecinos de la gran mayoría. No son para cualquiera.
Encerrados en un mundo al cual creían no corresponder, donde todo en rededor les parecía estéril y el más mínimo enfrentamiento con la bestialidad humana les transformaría en marginados, los locos resultaban ser animales vagabundos. Solían andar sin rumbo entre la muchedumbre, como bien describe el folleto en sus primeras hojas al presentarlos como lobos en una estepa. Para Edmonton, quien jamás se sintió con la autoridad de juzgarles pues su educación estaba tan necesitada en grados como él en riquezas, los pobres locos no eran sino un montón de muchachos con aspiraciones demasiado grandes para materializarse; seguramente alimentadas por las falacias a la cuales se exponían con toda esa llamada “literatura”.
Caminaban hombro con hombro cuando notó que estaban a escasos metros del lugar donde rentaba su pequeña habitación. Era una vecindad con cabida para ocho cuartos, divididos en cuatro para la primera planta y cuatro para la segunda. Poseían el mismo modelo de estufa con sus respectivas salidas de latón arriba en el techo, independientes todas ellas. El edificio lucía encantador con todas sus bocas expulsando hollín como un montón de ancianos fumando pipas. Por cada paso que daba, tal como si pisara sobre un lodazal, sus zapatos sonaban en extremo mojados. Lentamente había dejado de sentir su pie, empezando por su dedo meñique hasta entumírsele el tobillo y ponérsele cada vez más pálido. Llevaba prisa por taparse de la lluvia pero el extraño no se iba; todavía preguntaba entusiasmado acerca de la obra, aun cuando el teatro quedara varias calles atrás.
Agotado, con un andar penoso que no le permitía, como otras noches, explicar el proceso a su acompañante, simplemente estiró la mano hasta la caja para sacar una copia del folleto “Tractat del lobo estepario”; se lo alargó a su seguidor, quien lo tomó para luego buscar algo en sus bolsillos, sin notar que la cochera se le cerraba en la frente, instándolo a quedarse quieto como una piedra.
─Ese hombre con aroma a jazz seguramente sabrá interpretar los contenidos por sí solo ─se dijo Edmonton para sus adentros, agarrado del barandal mientras subía por las escaleras.
Con los dedos amoratados, buscó dentro de sus bolsas el juego de llaves. El viento arreciaba, levantando hielo del suelo hasta hacerlo pegarse y derretirse contra sus pantalones. Las encontró, al abrir la caja, bajo el montón de folletos como si ellas también quisieran protegerse de los últimos días de frío invierno. Giró la chapa helada, dejando entrar una ráfaga que voló los papeles hasta desparramarlos por todas direcciones. Cerró la puerta con llave tras dejar la caja casi vacía por un lado junto con su anuncio. Recogió un poco, metiendo toda la propaganda esteparia al interior de la estufa; prendió uno de los cerillos que estaban tirados frotándolo contra la pared y el frío comenzó a disminuir con lentitud.
Comenzó a desvestirse tras algunos momentos parado frente al fogón. Las agujetas las tenía húmedas y llenas con lodo y escarcha gris cuando decidió desamarrarlas; apenas pudo sacarse el calzado para lanzarlo a la pila junto con los demás zapatos. Se retiró las calcetas para dejar al descubierto unos pies anémicos, del color más blanco posible, que incluso desvirtuaba en una tonalidad verdosa al llegar hacia las uñas. Quitó el botón de la muesca en su cintura y dejó caer sus pantalones al suelo. Se podían ver sus delgadas venas pegadas a la dermis, bombeando la sangre con una marcada lentitud hasta sus extremidades inferiores. Como si tuviera Raynaud, los dedos seguían punzándole como si fueran pequeñas uvas moradas mientras se deshacía la camisa para lanzarla, junto con sus pantalones, hasta el respectivo acervo.
Con la edad perdía cada vez más la otrora capacidad para llegar sin ningún rasguño de las fauces del aire. La notó decrecer apenas cumplidos sus veintidós años, edad en que se decidió por dejar de lado esas búsquedas fútiles de anacoretas y ermitaños, que ahora él trataba de apaciguar entregándoles programas de mano a todas las mentes inquietas. Debían entender: eran tiempos difíciles para convertirse uno en profeta. La mala fortuna acecha a quien sea sin importarle la suerte o la grandeza espiritual. Si se es Cristo o Churchill. En un par de días, vería su invierno número sesenta terminándose con las estrellas rutilantes enfriando aún más la estepa desolada.
Joven e indómita se presentaría en cualquier momento la noche exacta; esa, en que la ciudad moriría cuando sus caminos llenos de blanco resplandecieran a la mañana siguiente.

[Sobre el autor] 

Carlos Yabib (Morelia, México, 1994)
Es actual becario del programa "Talentos Artísticos: Valores de Baja California", al igual que en sus pasadas ediciones 2011-2012 y 2012-2013. Ha colaborado con numerosas publicaciones electrónicas, entre las que destacan la revista literaria Diez 4 y Umbral (SAINDE).

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