Antonio Duarte, músico chileno, en Los Elementos, su primer Ep, juega con los estados de la materia: aire, agua, tierra y fuego. Y reconstruye un quinto elemento invisible: el éter. Una mirada obligada hacia el cielo, pero también hacía el pasado.
Por Nadia Sol Caramella
La voz como atravesada por el
viento irrumpe en una escena de guitarras y teclados volátiles. La atmósfera es
la de una encrucijada sonora, ecos de distancia se resuelven en temblores y equilibran
la escena. En un mapa de Chile, rozando la costa, alguien tiende su ropa y la
deja volar. Este primer track que da nombre al disco insinúa lo efímero como
estado natural de las cosas.
Segundo movimiento, “Los
cocodrilos”, una frase letal clavada al principio: “apretar el cuello y el
gatillo de los hombres”. En una trama onírica, los teclados dan forma a la intriga y en
el clímax agita una amenaza entre sombras. Por último, un remanso, la voz
apacigua los ánimos: “Dejarlo irse es como un aviso, dejarlo irse en paz,
total, ya estaba claro”.
Sigue “Octavio”, una promesa: “el
miedo nos promete no volver” y el ánimo del disco cambia, el sol va a salir por donde se puso la última
vez. En “Humberto” otra vez el
contraste, la oscuridad. La melodía arrastra los movimientos del mar, alguien se
mueve, otro lo sigue. No hay caminos,
solo uno. Hacia ahí va este perseguidor, que rastrea los gestos de un destino que
no es suyo. “Los minutos saben a dónde voy”, canta Antonio, el tiempo es una
gota que cae al vacío y sin embargo hace ruido, de eso se trata la intensidad
de los arreglos, -por momentos minimalistas-, de emular una gota que cae al
vacío y genera un estruendo. La explosión de Humberto: “me urge con
preocupación escucharlo todo”. Una trágica ironía, el silencio nos instruye en
la ausencia.
Llegando al final, la sónica y
folk “Telescopios”, la más impenetrable, la mejor del disco por su arquitectura musical, por su extensión, por
sus pasajes y la forma en que el lenguaje musical encuentra otra voz dialogante
en la sonoridad del film documental: Nostalgia
de la luz, de Patricio Guzmán. Dos historias quedan esbozadas, pero
sugieren otras miles posibles. En el primer entramado Antonio Duarte reza
“Traje un ruido para resolver la distancia del sol”. Una desconexión aparente. Otra
vez la canción será definida por su estado mínimo y salvaje: ruido que cose
distancias entre el cielo y la tierra. Mientras la ciencia contempla enamorada los
cielos de Atacama, en la tierra, el desierto momifica los cuerpos, anquilosa pedazos
de historia. El desierto chileno es arena del pasado. Dicen que los que tienen
memoria pueden vivir en el frágil tiempo presente, los que no, no viven en
ningún lado. Y de eso se trata la otra historia que aparece entre líneas. Dos
voces de mujeres dan testimonio. Una búsqueda emerge de la densidad de los
sonidos: “Ojalá los telescopios no miraran solo hacia el cielo y pudieran
traspasar la tierra para poderlos ubicar”. Una herida profunda, guarecida por
el silencio del desierto, que sólo se ve desde las estrellas. Nadie sabe dónde,
pero saben que están, que en algún punto de esa inmensidad van a encontrar a
sus Desaparecidos. Y ajusticiar así al olvido.
Aire, agua, tierra y fuego son
los cuatro elementos. Culturas milenarias como la japonesa agregan a esta
lista, un quito elemento invisible: el éter. En términos musicales la propuesta
estética de Antonio Duarte, es justamente, la practica minuciosa de un folk
etéreo. Y esto es así porque las guitarras son el elemento solido de cada
canción, mientras que los teclados, el fraseo de la voz y los arreglos van
quitando espesor, produciendo un sonido intangible. Lo mejor que le puede pedir
a un disco es que se escape por el lado sensible. Y que para el contacto con
las formas, no se necesite corporalidad sino la energía universal que emerge de
los cuerpos. Y saber que nada se ve en el instante que se ve, porque el
presente no existe, somos la repetición de un pasado cercano. Eso también es
memoria.
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