Crónica de una de esas noches de invierno en el bar Pura Vida, el semillero del indie platense.

por Matías Fernández Feldman 

En esa pequeña brecha que divide lo real del sueño más profundo  pude entenderlo todo. Y ahí estaba yo, junto a los músicos, los fotógrafos, los diseñadores, periodistas,  hippies, locos; y todos querían abrazarme  para contarme en que se estaban metiendo ahora, de que iba esa nueva aventura demencial  y artística que los había atrapado para hacerlos perder la noción del tiempo. Me levanté, deje el pijamas bajo el jean gastado, y comencé el recorrido hacia la reunión de las almas románticas que me esperaban en el bar de siempre, frente a Bellas Artes, con su fachada ajada por los años y la humedad en las paredes colándose sin pagar la entrada. Me esperaban, y yo no los quería hacer esperar.

La ciudad de La Plata no es una más, es un lugar donde lo raro es normal y lo normal busca desesperadamente transformarse en algo más. Es la ciudad donde los jóvenes-y no tanto-  tienen una historia en común, un romance con la metrópoli que los vio nacer o que los recibió como estudiantes En este lugar mágico  todavía permanece vigente esa rara manía de fermentar la música en el aire. Como una bebida espirituosa que mejora su sabor en la soledad de un mono-ambiente sin limpiar; una parte importante del rock producido en la ciudad que aún mantiene la distinción de saberse independiente en lo creativo y poco sumiso a los dictados del negocio musical. Hay que entrar al cuadrado y no salir de él ( como se dice popularmente al que se encuentra “desconectado” del mundo), para ver qué es lo que está aconteciendo. La imaginación vuela por las diagonales, subida al 214 hacia el centro de Plaza Moreno y vuelve, multiplicada, con el brío de lo miles de jóvenes que en su seno deambulan  en bicicletas viejas, gambeteando con maestría  los adoquines rotos que amenazan filosos a las llantas,  esas piedras castigadas por el tiempo y que, para la tristeza del paisaje, son continuamente reemplazadas por el pavimento.

Quiero que comprenda el lector de éstas líneas que significa aterrizar con 17 años en esta tierra donde lo creativo se respira en el aire, en esa voluntad de querer ser autónomo y destacarse por instinto en lo que uno hace, de querer mostrar, sobresalir por encima de la media costumbrista  que los padres pretenden o alguna vez soñaron, por el solo hecho de no conocer como son las reglas de este mundo cada vez mas aburguesado y demandante de éxitos impalpables y efímeros. Buscando un estatus social absurdo que nada tiene que ver con la realidad que se vive, carente de amor y rebalsada de egoísmo.

Del Sur de la Patagonia a la ciudad en que años atrás brillaron Los Redonditos de Ricota, La Cofradía de la Flor Solar, Virus, Los peligrosos gorriones, Estelares y tantos otros artistas que dejaron su sello en la historia de la música y las artes en general. Porque el rock siempre se caracterizo por estar en permanente tensión con otras disciplinas que surgen del corazón.
Allá, en General Roca, todo era diferente. El hermetismo de la gente que se codea con la naturaleza agolpándose por las bardas rojas de “nuestra” cordillera y el Rio Negro   perdiéndose en el horizonte. La nieve que solo es nieve más allá de Bariloche y que ahí, en General Roca, no pasa de un par de copos aguados de un color desteñido. Las siestas post almuerzos que dejan a la ciudad que vio nacer a Teté Custaro sumergidas en una quietud que asusta y sorprende a los turistas de la capital. Aquellos porteños que vagan intermitentes por los hoteles tres estrellas de la ciudad de las rotondas, radicales corruptos y la Fiesta Nacional de la Manzana. Quizás esa sorpresa fue proporcionalmente inversa a lo que yo sentí hace 6 años, cuando me mude a un minúsculo departamento cerca de Plaza Paso.

 Allí en mi ciudad no existe, todavía,  esa inquietud por lo nuevo. Lo artístico carece de una impronta novedosa y cae en la repetición de una formula vencida que, sorprendentemente, gusta y conforma a aquellos que no pudieron, o no quisieron, salir a explorar más allá de su barrio, conformándose con “lo que hay”, sin proponerse nuevos horizontes, nuevas culturas, frescas ideas.

Y en el sueño todo, pude darme cuenta del significado de ese bar que mira con su pecho apuntando a Plaza Rocha, con sus puertas altas partidas al medio color marrón y el portón, a un costado, negro, salvador en la desesperación de una emergencia edilicia o placentero en las noches de verano, cuando abre sus puertas para repartir el aire a los personajes que transpiran la pista de baile y mojan el parquet. Ese piso de madera que guarda miles de historias,  lastimado por los “pogos” de la gente de los jueves, los zombies de los viernes y los guapos que llegan al sábado con la energía ficticia que producen las drogas. Pura vida lleva de nombre propio, antes Flamingo, antes no se qué calificativo Punk. Distintos nombres para un espacio que, para mí, representa lo que esta ciudad es en su esencia y que nunca cambio su objetivo: difundir y generar arte.

Cruzando las puertas de de Pura Vida se pueden ver las paredes adornadas por espejos  que reflejaban el verde brillo de las estrellas y lunas fluorescentes colgadas del techo, quizás con la intención de generar la controversia  de ver un cielo abierto sin sentir el aire fresco de una tierra desierta, con la idea de subir al cosmos sin una nave espacial. Todo se vuelve confuso y entre el humo de tabaco y porro se alcanza a leer un cartel sobre el escenario que no hace mucho bautizaron con el nombre de Federico Moura, que rezaba “Toda mi pasión se elevara viéndote actuar”. Conciso y directo.

Y sobre las tablas de ese espacio suena una de las bandas más platenses de todas, los 107 Faunos. Grupo de amigos que se conocieron  en los pasillos de Bellas Artes, ahí en frente, cruzando la plaza de los lápices, a menos de medio tema en la consola del dj. “Fluo destello 1990, serpenteando la 52,
el sol rosado de la periferia ilumina guinches y palas mecánicas. El arrullo de eslabones de cadena, pedaleando por 56, en un túnel de hojas verdes, árboles torcidos que flamean.” Cantaban esos Faunos  con la furia  de un condenado,  hinchando las  venas del cuello al punto máximo de su elasticidad, antes de hacerlas explotar y salpicar de sangre las caras del público más fiel que arenga con una sonrisa homogénea la frase que describe fielmente a la ciudad que todos aman.

El olor siempre fue el mismo en esta fiesta de los desconocidos y los muy amigos, fresco y limpio al principio, cuando todo está impecable y la gente todavía no se hizo presente. Luego va mutando con el correr de las horas y la noche, transformándose en humedad mezclada con el pegajoso olor de desodorantes baratos. Pero en este lugar el sentido del olfato queda en un segundo plano cuando la música  se dispara por los parlantes puestos  estratégicamente por todo el lugar y te llena los oídos dando comienzo el entretenido juego de señas y muecas, con la esperanza de una comunicación fluida que nunca llega a serlo.

Templo de vanguardia y semillero del sonido indie, no por nada es vitoreado hasta el cansancio por los músicos que lo frecuentan, Pura Vida se expone como deseo de felicidad y se erige como augurio para una nueva y mejor vida. Escoltando con sus emblemáticas calaveras en lo alto de su entrada, en esas puertas de la percepción de las que hablaba Aldous Huxley, el signo de una nueva alianza.
Magos, fuego, wisky, putas rock, todos se mueren por ir a la fiesta de todos los días en este lugar. Lesbianas, punks, metaleros y el pelado que vendía panes calientes a la salida de la Facultad de Humanidades, todos están presentes en esa situación dual en la que no sé bien que es verdad y que es lo inventado por mi cabeza ya aturdida.

Con un aire de nostalgia de lo que acababa de pasar me voy caminando por esa bohemia diagonal que horas antes me llevo al comienzo de todo. Todos deben sentir lo mismo que yo en ese momento, cuando el Sol se está desayunando algo caliente y lee el diario orgulloso de su responsabilidad. Alguien con la boca llena por un choripán con excesivo chimichurri  y totalmente desalineado gritaba algo: “Dios, el día fue tu error” y todos se largaron a reír dibujando gestos raros en sus caras, con las pocas fuerzas que aún guardaban bajo la piel fría del amanecer en invierno. Otros prenden un fuego al costado del único árbol de la plaza, todavía no se ha acabado la fiesta para ellos. Y mientras busco el norte que me lleve a mi cama un auto me acorrala contra una pared. El grafitti de Mariano Ferreyras me mira con los ojos perdidos y es testigo del atropello de aquellos borrachos que se pierden buscando, casi con seguridad, algún lugar que polarice su festejo, por lo menos un par de horas más. 

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