Por Victoria Caracoche


Recuerdo que te vestiste de violeta, te pusiste un panamá que no combinaba para nada y me dijiste vamos. Me agarraste de la mano para levantarme, y aprovechaste el empujón para abrazarme fuerte. Vos siempre abrazaste fuerte. Por lo menos a las personas que te importaban. Yo me daba cuenta porque cuando envolvías a otros con tus brazos de canguro pacifista cerrabas los ojos, querías atravesar con el cuerpo al otro para sentir la plena unión fraterna, su energía. Yo siempre pienso en esa primera vez que te vi; eras como un gurú cubierto de plumas y flores, salido de una comedia sesentosa. Pero siempre fuiste serio, intenso, comprometido hasta con los pasos que dabas.

Esa tarde estabas asqueado de todo, cansado de sentirte como en un muelle sin agua y sin horizonte. Tenías ganas de darle un sopetón bien violento al timón de tu vida y dejaste todo así, a medio hacer, o sin hacer, o casi terminado. Nada te convencía, nada te provocaba. Esta vez ni siquiera tenías ganas de avistar ovnis en la Costanera Norte, si bien te insistí porque siempre fue divertido y nos despejaba de lo que pasaba en este planeta.

-Cualquiera puede ser consejero, consultor, concejal, conserje, cónsul, contador, consolador, conquistador. Yo no soy nada. Es todo tan aburrido. Sólo sería conquistador, pero de qué? Ya pasó de moda, y a pesar de eso seguro sería odiado. No ves que ni siquiera las conjeturas tienen sentido? Me desarmo y soy agua. 

Me derrito pero soy piedra. Sangre de mi sangre que se esparce y desaparece. No podría soportarlo, vivir bajo el repudio de la gran humanidad, vestida de sedas y fibras sintéticas antirrobo. Señalado, apuntado por el gran dedo del tedio humano. Reprendido, castigado por hordas de impunes elegantes que me golpearían con sus cargadas billeteras de cuero. Acuchillado por cartones crediticios, sepultado bajo grandes masas de facturas impagas, olvidado y reducido a fantasmita plebeyo, a lumpen poético, a ex empleado desagradecido.

Me encantaban tus monólogos tragicómicos. Y vos frente al espejo, el halo de la verdad que te rodeaba, eras una voz cierta. Pero a veces te sentías nada. Y eras tanto.

Salimos y tomamos el 29 hasta el final del recorrido, y luego nos subimos a otro, y viajamos por horas. No dijiste ni una palabra. Al llegar la noche nos bajamos en Pacífico y fuimos a una pizzería.

-Una cebolla es. Un tenedor es. Una servilleta es. Punto. Cada cual a lo que le fue dado. Pero uno también es, y no hay punto. No alcanza. La frase siempre queda con puntos suspensivos. La necia necesidad de la respuesta.

Dijiste eso y los dos terminamos de comer en silencio. Yo no pude contestarte, a mí también me pasaba lo mismo a veces. Buscar el punto. Buscar la palabra que termine la oración, que defina un concepto. Para qué, nunca lo supimos.

-Pero como dijo mi sabia abuela, mañana será otro día – me dijiste sacándote el aceite de las manos con una servilleta de papel – y lo único que nos queda es el amor. Así. Porto frases hechas en la cabeza como quien lleva de todo en la cartera. Recaeré nuevamente en los placeres mundanos, golpearé la puerta de aquel adonis que quiera marcar mi piel para hacerme sentir otra vez sosegado, sociable, sostenido, soberbio, sordo, soberano, socio de esta burda existencia de guillotina.

Me estrechaste fuerte otra vez y me miraste. Al otro día nada cambió; vos volviste a tu odiado trabajo y a tu adorada lucha por la libertad, a querer ser por sobre todo. Pero cuando años más tarde hablamos de esa noche, me dijiste que se te habían vencido las ideas, que había algo de vos que ya no creía. El terrorista amoroso que llevabas dentro había languidecido. Yo lloré. Te discutí, te odié un momento y luego traté de comprenderte, aunque no pude hacerlo del todo. Eras mi altarcito pagano, mi brújula mareada, el poeta liberto.

Recuerdo que reíste de mi romanticismo cursi, y me abrazaste como siempre pero ahora como un hombre que era otro, y luego me invitaste a la Costanera a ver los aviones.



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