Por Victoria Caracoche
Esa tarde estabas asqueado de
todo, cansado de sentirte como en un muelle sin agua y sin horizonte. Tenías
ganas de darle un sopetón bien violento al timón de tu vida y dejaste todo así,
a medio hacer, o sin hacer, o casi terminado. Nada te convencía, nada te
provocaba. Esta vez ni siquiera tenías ganas de avistar ovnis en la Costanera Norte ,
si bien te insistí porque siempre fue divertido y nos despejaba de lo que
pasaba en este planeta.
-Cualquiera puede ser consejero,
consultor, concejal, conserje, cónsul, contador, consolador, conquistador. Yo
no soy nada. Es todo tan aburrido. Sólo sería conquistador, pero de qué? Ya
pasó de moda, y a pesar de eso seguro sería odiado. No ves que ni siquiera las
conjeturas tienen sentido? Me desarmo y soy agua.
Me derrito pero soy piedra.
Sangre de mi sangre que se esparce y desaparece. No podría soportarlo, vivir
bajo el repudio de la gran humanidad, vestida de sedas y fibras sintéticas
antirrobo. Señalado, apuntado por el gran dedo del tedio humano. Reprendido,
castigado por hordas de impunes elegantes que me golpearían con sus cargadas
billeteras de cuero. Acuchillado por cartones crediticios, sepultado bajo
grandes masas de facturas impagas, olvidado y reducido a fantasmita plebeyo, a
lumpen poético, a ex empleado desagradecido.
Me encantaban tus monólogos
tragicómicos. Y vos frente al espejo, el halo de la verdad que te rodeaba, eras
una voz cierta. Pero a veces te sentías nada. Y eras tanto.
Salimos y tomamos el 29 hasta el
final del recorrido, y luego nos subimos a otro, y viajamos por horas. No
dijiste ni una palabra. Al llegar la noche nos bajamos en Pacífico y fuimos a
una pizzería.
-Una cebolla es. Un tenedor es.
Una servilleta es. Punto. Cada cual a lo que le fue dado. Pero uno también es,
y no hay punto. No alcanza. La frase siempre queda con puntos suspensivos. La
necia necesidad de la respuesta.
Dijiste eso y los dos terminamos
de comer en silencio. Yo no pude contestarte, a mí también me pasaba lo mismo a
veces. Buscar el punto. Buscar la palabra que termine la oración, que defina un
concepto. Para qué, nunca lo supimos.
-Pero como dijo mi sabia abuela,
mañana será otro día – me dijiste sacándote el aceite de las manos con una
servilleta de papel – y lo único que nos queda es el amor. Así. Porto frases
hechas en la cabeza como quien lleva de todo en la cartera. Recaeré nuevamente
en los placeres mundanos, golpearé la puerta de aquel adonis que quiera marcar
mi piel para hacerme sentir otra vez sosegado, sociable, sostenido, soberbio,
sordo, soberano, socio de esta burda existencia de guillotina.
Me estrechaste fuerte otra vez y
me miraste. Al otro día nada cambió; vos volviste a tu odiado trabajo y a tu
adorada lucha por la libertad, a querer ser por sobre todo. Pero cuando años
más tarde hablamos de esa noche, me dijiste que se te habían vencido las ideas,
que había algo de vos que ya no creía. El terrorista amoroso que llevabas
dentro había languidecido. Yo lloré. Te discutí, te odié un momento y luego
traté de comprenderte, aunque no pude hacerlo del todo. Eras mi altarcito
pagano, mi brújula mareada, el poeta liberto.
Recuerdo que reíste de mi
romanticismo cursi, y me abrazaste como siempre pero ahora como un hombre que
era otro, y luego me invitaste a la Costanera a ver los aviones.
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