Esta ficción fue construida a partir de los elementos del imaginario que Valentín y los volcanes ofrece a través de su música y sus letras.

Por Javier Carreira

Hacía dos años que lo alquilaba, pero cada vez que Omar entraba en su monoambiente, sentía un intenso olor a encierro, como si allí, en realidad, no hubiese vivido nadie durante décadas. Dejaba la canasta con las brochas y el rodillo en un rincón junto a la pequeña ventana, se sacaba las zapatillas y el overol y luego se quitaba todo lo demás a excepción de los calzoncillos y se acostaba en su cama y prendía un cigarrillo, y luego otro. Observaba cómo sus dedos aún manchados de pintura sujetaban el cigarrillo y cómo el humo subía hasta el techo. Aquel estado contemplativo le gustaba; lo prefería a la televisión o a la lectura. Bajo su cama guardaba una botella de whisky para cuando se cansaba de pensar.
    Algunas tardes las pasaba junto a sus amigos en la estación de trenes de Tolosa, a unas diez cuadras de su departamento en el barrio de Ringuelet, La Plata. Ellos también tenían trabajos esporádicos y vivían en departamentos sucios y desarreglados, alejados de la ciudad. Compartían los cigarrillos o la cerveza o la marihuana mientras recorrían el puente de hierro o se refugiaban dentro del galpón abandonado. Hablaban de la estructura del espíritu humano y se divertían pronosticando cambios fundamentales a producirse en el futuro. No les interesaba el rigor científico, más bien se basaban en lo que habían vivido en los días recientes. 
    - En el futuro se va a poder sentir el amor del otro.
    - ¿Por qué?
    - Porque es más práctico y así debe ser. ¿No te parece?
    Nadie respondió.
    Verónica lo visitaba por las noches. Habitualmente comían en silencio y luego Omar tocaba la guitarra mientras Verónica permanecía callada mirando la televisión sin volumen. Se conocían desde la primaria y lo que los mantenía enamorados era el recuerdo de los hermosos momentos que habían vivido juntos. A Omar le bastaba con eso para extraer de la pareja la cantidad de felicidad que le resultaba aceptable. Por esa razón no se detenía a pensar en el presente frío y distante. Muy dentro de sí sabía que era como estar enamorado de un fantasma, pero no le importaba mientras que lo que sintiese fuese genuino, y Omar no tenía dudas de estar genuinamente enamorado de lo que Verónica había sido.

   
    Cansado de pasar encerrado, en su departamento, el invierno más helado y húmedo que la ciudad de La Plata había vivido en años, Omar se puso todo el abrigo que tenía y salió a caminar. Pasó por calles donde los árboles se arqueaban formando una bóveda  que los rayos fríos de sol atravesaban mientras se movían como reflejados por una bola de espejos; pasó por debajo de túneles en los que podía escuchar el ruido de los autos sobre su cabeza como si fuesen aviones a punto de despegar; pasó por plazas desde las que podía ver las nubes de gas tóxico entrelazarse y gravitar hasta desvanecerse.
Cuando llegó al centro de la ciudad, sin saber cómo, se encontró dentro de una multitud que lo arrastraba a su merced, sin que Omar pudiese dominar sus movimientos. Todas las cabezas estaban por encima de él y no tenían rostro. Mezclado con el ruido del tránsito, escuchaba un coro de voces graves y ásperas, que no sabía si era producido por la multitud o por otra cosa que no alcanzaba a ver; y, entre el coro, una hechizante voz de mujer que transmitía calma y comprensión en medio de tanta locura. Omar luchó por llegar a la voz pero estaba estancado. Entonces dejó de luchar y comenzó a bailar con los cuerpos anónimos que, tras varios giros y vaivenes, lo llevaron frente a una chica de cabello negro y brillante que continuaba cantando la bella canción. La chica, que no parecía reparar en el caos que la rodeaba, tomó las manos de Omar y lo guió en un baile lento por entre los cuerpos que se apartaban a su paso. Su pelo estaba recortado a la altura del mentón, le tapaba las orejas y se curvaba hacia adelante sobre sus mejillas muy redondas y blancas. Omar acercó la cara, llenó su pecho de su olor dulce, un olor que lo relajaba y lo hacía sentir como en un refugio de montaña junto al fuego.
    Cuando volvió en sí, se encontraba en un barrio silencioso, donde las hojas de los árboles caían suavemente sobre las veredas amplias. Vio a la chica alejarse despacio, caminando distraída. Omar corrió y la alcanzó.
    - ¿Cómo te llamás? - preguntó.
    Ella no lo miró y siguió su camino. Omar la siguió manteniéndose unos pasos por detrás. Se sentía bien haciéndolo.
    Luego de un largo recorrido, la chica levantó un papel del suelo, sacó un lápiz del bolsillo de su campera y comenzó a escribir, sin que Omar pudiese ver qué era lo que estaba escribiendo. Cuando terminó, caminó algunos pasos, enrolló el papel, lo dejó en un hueco de la pared y siguió su camino. Omar se detuvo, esperó que la chica se alejara lo suficiente, sacó el papel y lo abrió. En él estaba escrita una de las más hermosas cartas de amor que Omar había leído jamás. Por las cosas que decía, parecía que la chica estaba viviendo una profunda relación con el destinatario, pero el nombre de él no figuraba por ningún lado. En cambio, la carta llevaba firma: Lucía.
    Omar se sintió incómodo. Consideró la idea de olvidar todo el asunto. Pero finalmente corrió y la alcanzó.
    - Lucía- dijo.
    La chica volteó y lo miró tiernamente.
    - Bailamos hace un rato- dijo Omar- ¿Te acordás?
    - Claro. No parabas de pisarme. Tuve que patearte para que dejaras de hacerlo.
    Omar se rió, aunque no se acordaba de que ella lo hubiese pateado. Luego se presentó.
    - Hola, Omar- dijo Lucía, dejando un silencio antes de volver a hablar- Acá cerca es mi casa ¿Me querés acompañar?
    Omar aceptó y cuando llegaron, ella dijo:
    - Esta es mi casa. Tengo que entrar. ¿Nos vemos el próximo sábado?
    - ¿No hay nadie a quien le pueda molestar?
    - No. Nadie. Los sábados mi mamá no está.
    - ¿Vivís con tu mamá?
    - Sí.
    Luego Omar pensó que una semana sería mucho tiempo.
    - ¿No podemos vernos el miércoles?- preguntó.
    - Sólo puedo salir los sábados- dijo Lucía- Nos encontramos en esa esquina, al mediodía. Preparo sánguches. ¿Tenés un mantel?
    - No.
    - Bueno, yo consigo.
    Entró en la casa.
    A los pocos pasos, Omar encontró un papel enrollado dentro de un agujero de un árbol. Se trababa de otra hermosa carta de amor, pero esta vez, por los detalles que describía, parecía dirigirse a una persona distinta de la anterior, aunque aquí tampoco se revelaba su nombre. Sin embargo, la firma era la misma: Lucía.
   

    El sábado siguiente, tras una semana en la que se sintió particularmente inquieto, Omar se encontró con Lucía a la hora y en el lugar acordado. Ella llevaba puesta una campera de plumas celeste en cuyo cuello alcanzaba a esconder su nariz, guantes de lana azul y un gorro también de lana azul que le cubría la frente y las orejas. En su mano sostenía un bolso de tela. Mientras lo levantaba dijo:
    - Hice los sánguches.
    - Qué bien- dijo Omar- ¿A dónde vamos?
    - Seguíme.
    Omar la siguió manteniéndose unos pasos por detrás. Cruzaron el Parque Castelli y continuaron por la Diagonal 74 hasta que se encontraron frente al cementerio. Luego siguieron por la Calle 131 y atravesaron la entrada por entre las columnas de orden dórico.
    A Omar no le resultó extraño el lugar a donde Lucía lo había llevado. Le gustaba la calma del cementerio.
    - Vení- dijo Omar- Hay un amigo al que quiero visitar.
    Esta vez, Lucía lo siguió a él por los estrechos senderos. Rodearon la tumba de Almafuerte y se adentraron en las zonas arboladas hasta que Omar encontró la tumba que estaba buscando. Desplegaron el mantel junto a ella y se sentaron a comer.
    - ¿Sabés?- dijo Lucía- Mi hermano murió ahogado. Se había ido a vivir a Paraná, allí había conocido a una chica de la que se enamoró. Con ella pasaba varias tardes a la orilla del río, tomando sol y besándose. A mi hermano le divertía lanzarse desde una piedra alta y hacer que el agua salpicara lo más lejos posible. Siempre estaba animando a su novia para que lo intentara pero ella no se decidía. Una noche, ambos subieron a la piedra, mi hermano comenzó a animar a su novia para que se tirara. Finalmente, ella se tiró, salpicó poquito, y desde el agua alentó a mi hermano para que él también lo hiciera. Mi hermano dio un fuerte salto, sujetó sus piernas en el aire, inclinó su cabeza y penetró en el agua salpicando lo más alto y lo más lejos que había salpicado. Pero no salió a flote. Su novia lo buscó, lo llamó, pero mi hermano no apareció hasta el día después, ahogado.
    Lucía contó varias de estas historias. Omar, si bien comprendía la desgracia que había detrás de ellas, por la forma en que Lucía las contaba, le parecían adorables. Entonces aprovechó para hablar sobre la muerte de su amigo. Hizo el relato de los últimos meses de su lucha contra el cáncer, retratándolo como a un héroe,  Lucía escuchó atenta y entusiasmada mientras comía su sánguche. Omar también aprovechó, cuando Lucía no miraba, para esconder un papel en blanco dentro del bolso de tela. Cuando Lucía terminó de comer, buscó la botella de agua en el bolso y encontró el papel. Entonces sacó un lápiz del bolsillo de su campera y se puso a escribir. Al terminar, enrolló el papel, se levantó y lo metió en una pequeña grieta que se abría en la lápida del amigo de Omar. Luego se sentó otra vez sobre el mantel.
    - ¿Por qué hacés eso?- preguntó Omar.
    - ¿Hacer qué? – dijo Lucía, realmente no parecía saber de qué le estaban hablando.
    - Nada – dijo Omar, se levantó y dejó un pedazo de sánguche sobre la tumba de su amigo.
    El resto de la tarde lo pasaron observando las formas de las nubes.
    - Esa es un caballo- dijo Omar.
    - No. Es un perro- dijo Lucía.
    - Esa es una bandera de Suecia.
    - No. Es un felpudo que dice Welcome.
    - Esa es un escribano.
    - No. Es un director técnico enojado. Mirá esa. Es la cara de mi abuelo.
    - …
   

    La ceniza del cigarrillo de Verónica cayó sobre la cama de Omar. Omar se levantó, limpió la ceniza. Luego tomó la mano de Verónica:
    - Vení. Vamos a bailar.
    Puso el canal de música y subió el volumen. Verónica se levantó sin demostrar una pisca de entusiasmo. Aun así, tomó la otra mano de Omar y bailó. Afuera era de noche. Llovía tenuemente.
    Omar no lo sentía como bailar; lo sentía como morir. De alguna forma, era la persona enamorada del pasado la que allí estaba muriendo, la persona enamorada de aquellas noches en que los dos se leían cuentos antes de ir a dormir. Le dolía, pero podía adivinar el alivio en el futuro.
Continuó bailando a pesar de sus músculos entumecidos, del calor de su frente.



    - ¿A dónde vamos hoy? – preguntó Omar.
    - Al río- dijo Lucía.
    Llevaba puesta su campera de plumas celeste, pero esta vez no cubría la mitad de su cara. Mostraba su boca que, por más que estuviese quieta, siempre daba la sensación de movimiento. Era una boca de labios gruesos y de un rojo opaco, con unos dientes pequeños, desordenados, algunos levemente encima de otros. La nariz era pequeña a comparación con el resto de la cara y era muy blanda y redondeada por donde se la mirara. Sus ojos negros siempre parecían enfocar unos pasos más allá de lo que miraban. Tampoco llevaba gorro, por lo que Omar se entretuvo viendo cómo el pelo de Lucía se alargaba y se encogía a cada paso durante todo lo que duró el recorrido.
    - Es acá- dijo Lucía.
    Omar miró a su alrededor. Allí no había ningún río. Estaban en la Calle 11, entre la 47 y la 46. Los autos pasaban a mediana velocidad en ambas direcciones.
    Lucía se sentó en la vereda y apoyó su espalda en la fachada de una antigua casa con jardín de entrada en el que había una acacia de tres espinas que asomaba la mitad de su copa a la calle. Omar se sentó junto a Lucía, bajo la sombra que proporcionaba la acacia.
    - No vas a poder creer la cantidad de ardillas que hay acá- dijo Lucía.
    Omar sonrió. El lugar comenzaba a resultarle agradable.
    - Tengo algo para vos- dijo y sacó un cuaderno del bolsillo de su campera.
    Había pasado la semana escribiendo poemas en sus ratos libres. Nunca lo había hecho antes, pero cuando empezó a escribirlos, sintió que estaba haciendo lo correcto y que hacerlo le sentaba muy bien. Llenó el cuaderno de poemas. Algunas páginas contenían más de uno; uno en el centro, otros en los márgenes con una letra muy pequeña pero hermosa.
    Lucía tomó el cuaderno, lo abrió por la mitad, y lo dejó sobre su falda.
    - Mirá- dijo- ¡Ahí hay una!
    - ¿Una qué?
    - Una ardilla, tonto. Te acabo de decir que hay muchas.
    Omar estaba concentrado en el poema que había en las páginas abiertas sobre la falda de Lucía. Se acordaba muy bien de él. Era sobre ella.
    - ¿La ves? – dijo Lucía.
    - ¿Qué cosa?
    - ¡La ardilla!
    - ¿Dónde?
    - Ya se fue.
    Lucía se recostó aún más sobre la fachada de la antigua casa y miró al cielo, con una expresión de suave satisfacción en su cara. Luego comenzó a contar una historia que sucedía en el pasado e involucraba a su madre y a un monstruo imaginario. La madre siempre era mala en sus historias y, en este caso, el monstruo era el bueno. Para Omar, las historias de Lucía bien podían ser ciertas pero también cabía la posibilidad de que fuesen inventadas de principio a fin. Aunque no tenía modo de comprobarlo. De todas formas, eran historias realmente bellas.

    Sucedía a menudo que Omar le preguntaba a Lucía sobre sus historias y ella le respondía algo que no tenía nada que ver con lo preguntado. Sucedía también, que Lucía se quedaba callada ante una pregunta de Omar, como si nadie le hubiese preguntado nada. Más bien, los momentos de conexión eran pocos, notaba Omar. Por lo menos, los momentos de conexión verbal. La otra parte del tiempo Lucía se comportaba como si estuviese sola. Aunque nunca lo dejaba atrás cuando caminaban; Omar había hecho la prueba varias veces: cuando él dejaba de caminar, a los pocos segundos, ella se detenía y lo esperaba. Omar, además, notaba que el lenguaje que Lucía hablaba era diferente al suyo, pero eso no significaba que fuera un lenguaje carente de sentido, y él estaba dispuesto a descifrarlo.
    - ¡Ahí hay otra!- dijo Lucía.
    Omar levantó la cabeza.
    - ¿Dónde?- dijo.
    - En ese árbol ¿La ves?
    - Sí. Qué linda.
    Pero Omar no había alcanzado a ver nada.
    Luego le dejó de importar que Lucía no prestara atención a sus poemas. A fin de cuentas, ella podía hacer con ellos lo que quisiera. Él no tenía interés en guardarlos. Si bien no se consideraba un poeta, había desarrollado sus convicciones sobre el tema: los poemas no debían ser cosas para atesorar.
    - ¿Y si vemos los peces?- dijo Lucía.
    Omar volvió a mirar a su alrededor. Contempló cómo un camión se alejaba.
    - Bueno- dijo.
    Lucía cerró el cuaderno y lo guardó en un bolsillo. Luego se puso de pie y caminó hasta un desagüe que había cerca de la esquina con la 46.
    - Vení- dijo.
    Omar se acercó. Escuchó el agua correr bajo el desagüe.
    - Mirá- dijo Lucía- Hay de todos los colores.
    Cuando Omar se asomó vio miles de diminutos peces de todos los colores. Realmente estaban allí, escurriéndose de aquí para allá. Peces violetas, peces naranjas, peces verdes y amarillos, peces plateados. Era una de las cosas más encantadoras que había visto en su vida. Allí, bajo la ciudad, tanta belleza.
    Permanecieron observando los peces hasta que Lucía dijo:
    - Ya sé qué podemos hacer.
    Sacó el cuaderno de poemas de su bolsillo, lo abrió y arrancó una hoja. Al verlo, a Omar le pareció igual que si hubiese arrancado una hoja de un diario viejo. Lucía comenzó a doblar la hoja por varios lados. Finalmente, la canoa estaba lista. Lucía la dejó caer por el desagüe y la vio alejarse con la corriente.
    - ¿Sabés hacerlas? – preguntó Lucía.
    - No. Enseñáme.
    Lucía le enseñó.
Pasaron lo que quedaba de tarde arrojando canoas de papel por el desagüe, viendo cómo eran llevadas por la corriente junto a millares de pececitos de colores que nadaban alrededor. Hasta que las hojas del cuaderno se acabaron.


Sobre la estación de trenes de Tolosa caía un rocío muy fino que nublaba la visión. Los amigos de Omar se movían para no sufrir el frío y producían nubes de vapor al hablar.
- ¿Y si en el más allá estamos nosotros también?
- ¿Cómo?
- Que te morís y lo que hay después es un lugar igual a este y estamos nosotros que no somos nosotros pero los que hay en vez de nosotros son idénticos a nosotros.
- ¿Todo igual?
- Sí. La estación, todo.
- No. Así da lo mismo morirse.
- Claro.
- Buenísimo.
- Terrible.
- No puede dar lo mismo morirse.
- No quiero morirme y sentirme estafado a la vez. 
Compartían un porro y jugaban a patear piedras intentando que lleguen al otro andén y peguen contra una chapa que estaba apoyada sobre una pared. Omar estaba sentado en un banco viéndolos jugar. No tenía interés en participar de la charla. Era consciente de que en otro momento hubiese estado encantado de hacerlo, pero ese día todo era diferente. Cuando los amigos le preguntaron por qué no decía nada, Omar respondió con una voz muy débil:
 - Las cosas que entendía las dejé de entender.


- El amigo de mamá vive en la calle de los borrachos- dijo Lucía.
- Lucía- dijo Omar.
- Los borrachos salen a sus balcones después del mediodía y cantan hasta que anochece, en la calle de los borrachos.
- ¿Dónde estamos?
- Mamá dice que estar borracho es como volver a ser niño.
- Lucía.
- El amigo de mamá se peina el pelo sobre las orejas para salir en las fotos.
- Lucía.
- Tiene miedo de salir en las fotos. 
- ...
Lucía dobló en un estrecho callejón, Omar la siguió. El piso era de adoquines y estaba húmedo, las altísimas paredes también estaban húmedas, parecían transpirar, brillaban. Los gatos atravesaban el callejón corriendo, perseguidos por sombras que los doblaban en tamaño. El ruido de la ciudad parecía encapsulado dentro de un frasco de botones y llegaba como el recuerdo de un confuso sueño reciente. Lucía entró en un pasaje que se abría en una de las paredes. Omar fue tras ella, bajó las escaleras en plena oscuridad, salió a un espacio subterráneo iluminado por unas pocas luces alógenas. Era un extenso almacén que olía a quesos y frutas. Vio a Lucía doblar en uno de los pasillos y la siguió. Pasó junto a un puesto atendido por un hombre con turbante y ojos verdes que vendía miniaturas de elefantes; pasó junto a un puesto atendido por una señora gorda de mejillas coloradas y pelo enrulado que vendía golosinas en forma de países; pasó junto a un puesto atendido por un viejito encorvado que estaba acompañado por un perro dormido, que vendía biblias con tapas flúo, historietas de la biblia, biblias con pósters desplegables y biblias con páginas interactivas. Cuando Omar ya había atravesado todo el mercado, encontró a Lucía en el pasillo de salida frente a un hombre, un hombre que empuñaba una guitarra y cantaba convencido, esperando. Iba vestido en harapos y llevaba un gorro de cazador con las orejeras bajadas. Lucía permaneció mirándolo hasta que el hombre terminó de cantar.
- ¿Hubo algo que te haya gustado? – dijo el hombre mirando en dirección al mercado.
- Ese gorro- dijo Lucía.
El hombre rió.
- No se vende- dijo- Pero tomá.
Le dio un par de guantes que sacó de su bolsillo. Lucía se quitó los que llevaba puestos y se puso los nuevos. Luego se quedó mirando cómo le quedaban. Eran rojos, estaban algo descocidos en los extremos de los dedos.
Omar se acercó y saludó al hombre.
- Linda canción, aunque sólo escuché el final- dijo.
- Gracias- dijo el hombre- La verdad es que estoy un poco cansado de estar acá sentado. Si quieren, los acompaño a la salida. Puede que les sea útil. Es fácil perderse.
- ¡Sí!- dijo Lucía.
El hombre esperó la respuesta de Omar.
- ¿Está bien?- dijo.
- Sí, claro- dijo Omar- Vamos.
El hombre tomó la delantera y los guió por el laberinto de túneles poco iluminados. Omar hubiese pensado que la salida estaba mucho más cerca, pero el camino se bifurcaba y giraba y se extendía y parecía nunca terminar. Omar comenzaba a sentirse fatigado, le faltaba el aire, pero no desesperaba pues aquel hombre le inspiraba confianza, aquel hombre desclasado que sabía cómo orientarse quizás porque jamás había tenido un punto de referencia en toda su vida. Y mientras los guiaba, el hombre les contó una historia:
- Hace un tiempo conocí a un chico, Valentín se llamaba. Valentín, aburrido y desencantado, se había subido a un tren del pasado. En medio del viaje se quedó dormido y cuando despertó se encontró en una ciudad repleta de volcanes y casas de cristal. Recorrió la ciudad fascinado con sus calles y con su cielo que parecía arder. Tras una larga caminata, decidió dormir una siesta en uno de los parques junto a un volcán. Al despertar, notó que su voz era diferente. Pero no sólo su voz, también su lenguaje era otro. Valentín hablaba ahora el lenguaje de los astros. Entonces, emprendió el camino de vuelta, en bicicleta, cantando fuerte con su voz nueva. 
En ese momento, doblaron y se encontraron frente a una escalera en cuyo final se veía la luz del día. Mientras subían, el hombre le dijo a Lucía:
- Valentín tenía una voz como la tuya.
Entonces salieron a la superficie y, tras haber superado el encandilamiento, Omar preguntó:
- ¿A qué te referís?
Pero el hombre ya no estaba.
La ciudad se preparaba para el anochecer, los autos andaban muy juntos y sus luces iluminaban el polvo que se levantaba a su paso, el humo rodeaba los semáforos y nublaba los rojos, verdes y amarillos. El frío se tornaba invasivo, punzante y apuraba a la gente a llegar a sus casas. Omar, mientras intentaba orientarse, pensaba en la historia de Valentín, en Lucía, en ese otro lenguaje.


Omar observaba la tormenta tras la ventana. Algunas gotas se colaban por el techo y caían sobre la televisión, el estuche de la guitarra, los discos desparramados. El piso y las paredes vibraban por el viento. Recordaba los viajes que había hecho junto a Verónica: a Ostende, a Rosario, a Federación; aquellos tiempos en que se la pasaban buscando. Todo daba la sensación de estar muy cerca. Ahora, se daba cuenta, sólo quedaban la cama, el whisky y el espacio vacío de su departamento.
Verónica acababa de irse. Omar, al fin, había dejado de extrañar los días buenos. Ya no había nada que hacer y no había hecho falta que ninguno lo dijera.
Ahora Omar contemplaba la luna borrosa sobre los techos inundados, deseando que Verónica fuera feliz donde estuviese.


En Plaza Belgrano el viento llegaba como un oleaje, las ráfagas rompían contra los árboles cada tanto y los árboles se doblaban y convulsionaban. La gente que recorría los senderos dejaba de caminar cuando una ráfaga golpeaba, luego continuaban caminando lento, la mayoría en parejas, muy juntos y hablando poco. Las calles que rodeaban la plaza estaban casi desiertas, los pocos autos que pasaban lo hacían despacio, como si estuviesen vigilando el lugar. Plaza Belgrano parecía la plaza de un pueblo pequeño y alejado cuyos habitantes pasaran toda la semana trabajando sin descanso en la misma y única fábrica del lugar.
Lucía apoyó la cabeza sobre el hombro de Omar.
- Una burbuja negra encierra al mundo- dijo.
Omar, mientras miraba cómo las sombras proyectadas por los edificios cambiaban de forma sobre el pasto, comenzaba a desconfiar de su tranquilidad. Padecía el leve vértigo que se siente cuando todo va bien durante mucho tiempo y uno no está acostumbrado a ello. En efecto, había algunas cosas en qué pensar. Lucía estaba más aislada. Los momentos de conexión entre ellos eran cada vez menos frecuentes. Sin embargo, Lucía se había vuelto más proclive al afecto corporal. Siempre estaba abrazándolo o apoyando su cabeza en su hombro o en su falda. Cuando se encontraban, ella le saltaba al cuello rebosante de alegría. Eso hacía que Omar se sintiera seguro, aunque no podía evitar una tenue preocupación por la disminución de las conversaciones.
Lucía tomaba grandes bocanadas de aire y las exhalaba rápidamente, como si estuviese durmiendo. Pero no dormía. Su mirada seguía a unos pájaros que daban pequeños saltos sobre el camino de piedras y miraban en todos los sentidos como si esperasen ser atacados de un momento a otro.
- ¿Qué tan chiquitos nos veremos desde el cielo?- dijo.
- Algo así- dijo Omar.
Y mostró sus dedos índice y pulgar a una distancia cortísima.
- Tené cuidado de no aplastarnos- dijo Lucía.
Omar rió.
- Jamás lo haría- dijo.
Lucía permaneció callada mucho tiempo.
Entonces tosió violentamente y se inclinó sobre su cuerpo. Luego levantó la cabeza e intentó respirar pero no lo lograba. Mantenía su boca abierta y su mano sobre su pecho para contener los espasmos. Sus brazos y piernas temblaban, su piel desprendía un sudor frío y sus ojos se movían en todas direcciones. Omar se alarmó. No sabía cómo ayudarla. Al ver que el ataque no cesaba la tomó por la cintura y la ayudó a levantarse. Llevarla hasta el hospital sería mucho más rápido que esperar una ambulancia.
Omar la sujetaba fuerte, la oía gemir cuando lograba aspirar el poco aire que podía. Cuando se encontraron frente al edificio blanco, con sus paredes ennegrecidas por el smog y las palomas vigilando desde las cornisas, Lucía se resistió a seguir avanzando y habló afónicamente:
- No. Ahí no.
- Lucía, tenemos que ir al hospital- dijo Omar.
- No.
Lucía intentó liberarse de los brazos de Omar.
- Ahí de nuevo no- dijo.
Omar continuó sujetándola pero dejó de intentar arrastrarla hasta el edificio. No entendía por qué Lucía reaccionaba de esa forma. Si no quería entrar al hospital, Omar no sabía qué podía hacer para que se le pasara el ataque.
- Está bien- dijo.
Y la llevó de nuevo a la plaza.
La acostó sobre el pasto, creyendo que así podría respirar mejor. Lucía todavía temblaba, transpiraba frío y tenía los músculos del cuello completamente fruncidos. Omar sentía mucho miedo, estaba desesperado.
Entonces vio a un hombre acercarse a ellos montado en una bicicleta reluciente. A medida que avanzaba, las nubes se dispersaban y desaparecían en el cielo, abriendo paso a un sol protagónico que calentaba las manos de Omar y el cuerpo de Lucía. El hombre se bajó de su bicicleta, se acercó a Lucía y miró a Omar.
- Tranquilo- dijo.
El viento había cesado. La luz invadía todas las formas.
El hombre puso una mano en el pecho de Lucía y la otra en su cuello. Lucía comenzó a calmarse lentamente hasta que logró respirar con normalidad. Luego se durmió.
El hombre miró a Omar. Llevaba una barba larga y enmarañada. El pelo también era largo, de color castaño. El hombre daba la sensación de conocer todo lo que miraba y no parecía importunado por lo que acababa de pasar. Era como si lo hubiese estado esperando.
- Gracias- dijo Omar.
El hombre le puso una mano en el hombro y Omar sintió un calor penetrar hasta sus huesos.
- Ella te necesita- dijo el hombre- Lo que le acaba de suceder le volverá a suceder si no hacés nada.
- ¿Qué le pasaba?
-Temor. Temor a lo que la rodea. Sentimiento de encierro y auto-tormento. Puede llegar a lastimarse. Puede asfixiarse hasta morir.
Omar se sintió levemente mareado y con un sabor extraño en la boca.
- Hace un rato no quiso entrar al hospital- dijo.
- No. Tenés que ayudarla vos. Ella te necesita a vos. Tenés que transmitirle confianza. Ella quiere saber que la entendés. Quiere hablarte y que la entiendas. 
El hombre se levantó y miró a Omar una vez más.
- Hacé lo que sea necesario.
Y se subió a su bicicleta y pedaleó hasta perderse por una esquina.
Las nubes volvieron a cubrir el cielo.
Omar se acostó junto a Lucía, comenzó a acariciarle el pelo y lloró.


En los sábados que siguieron, Omar aprovechó cada momento de conexión para decirle a Lucía cuánto significaba para él. Pero Lucía no comprendía la magnitud de sus palabras. En cambio, se lo quedaba mirando con los ojos vidriosos y, tras un largo silencio, hacía algún comentario que parecía extraído de una conversación ajena. Había dejado de escribir las cartas de amor en los papeles en blanco que encontraba. Había dejado de llevar a Omar a lugares nuevos. Pero cada vez que él pasaba a buscarla, ella se le prendía del cuello con el mismo entusiasmo de siempre.
Lucía sufrió otros dos ataques frente a él, de los que logró salir por su cuenta, y Omar no tenía idea de cuántos más había sufrido en su ausencia. Así las cosas, sólo era cuestión de tiempo hasta que uno de esos ataques fuera mortal. Omar sentía la impotencia y la frustración como dos sentencias condenatorias dictadas por error.
Un miércoles, Omar tocó el timbre de la casa de Lucía. Esperó intentando adoptar la actitud justa para hacer lo que había ido a hacer, hasta que una mujer con profundas ojeras y el cabello recogido abrió. Su cuello era gordo y de una piel extremadamente blanca por la que se transparentaban venas y venillas de color azul y violeta. Por la ropa que llevaba puesta, no parecía salir mucho de su casa. Estaba parada como si no pudiese hacerlo durante mucho tiempo.
- ¿Qué quiere?- dijo.
- Hola- dijo Omar- Soy amigo de Lucía.
- Lucía no está.
La mujer levantó el mentón y miró a Omar con los ojos entrecerrados, como desafiándolo a que diga una palabra más. Omar continuó:
- Quería decirle que me estuve encontrando con su hija y que ella sufrió varios ataques en mi presencia. Ataques peligrosos. Se ahoga, tiembla, tose y transpira frío. ¿Los sufrió frente a usted? ¿Sabe de qué le hablo?
- No pierda su tiempo, no sea idiota. Esa chica es una mala semilla. Inventa esos ataques. Sólo quiere molestarlo. Es una farsante.
- Lo que yo vi fue muy real, señora. Lucía necesita ayuda.
- No me interesa. ¿Qué hay de mí? ¿Acaso yo no puedo vivir tranquila? Váyase.
- Puede morir…
- Ya le dije que no me importa.
Tras el portazo, Omar comenzó a sentir una intensa desaprensión por todo lo que lo rodeaba. Escapó corriendo de aquel barrio, atravesó la ciudad entera y llegó a las afueras, a un lugar que no recordaba haber visto nunca –aunque no era nada fácil de recordar-, donde las casas eran pocas y la mayoría de los caminos eran de tierra. Comenzó a oscurecer y vio cómo la basura apilada en las esquinas era hurgada por perros callejeros. No estaba dispuesto a asumir el papel del que añora la belleza perdida. No otra vez.
Caminando por la banquina de una ruta que se abría paso en medio de una llanura con escasa vegetación, vio haciendo dedo a aquel hombre que tocaba la guitarra en el mercado subterráneo. Las orejeras de su gorro de cazador se levantaban por el viento y llevaba una mochila raída al hombro. Omar se acercó corriendo, como si todo este tiempo lo hubiese estado buscando a él.
- Mi chica está enferma- dijo.
Luego le explicó la situación y le pidió que por favor le dijera cómo encontrar aquel tren del pasado. Necesitaba llegar a aquella ciudad de volcanes y aprender el lenguaje que Lucía hablaba. 
- Tenés que saber cómo llegar- dijo Omar.
- Sí. Lo sé- dijo el hombre.
Y se lo explicó.
Luego dijo:
- No permitas que se pierda lo poco que queda.
Entonces un coche fúnebre se detuvo a su lado. El hombre se despidió, se subió al coche y Omar contempló cómo se alejaba. Al otro día debía estar muy temprano en la estación de Tolosa para no perder el tren.


Abrió la puerta corrediza del vagón, atravesó el pasillo y se ubicó en su asiento. Observó el sitio donde solía reunirse con sus amigos a través de la ventana. Desde los techos caían gotas de lluvia de la noche anterior. Bajo uno de los viejos bancos había un balde oxidado y una pala de playa mordida por un perro, descolorida por el sol. Entre las baldosas, la maleza crecía y se adhería a las paredes mohosas. Junto a la puerta de la boletería había tres botellas vacías de leche de diferentes tamaños, una estaba rota. Las moscas dominaban el lugar.
El tren se puso en marcha. Con las primeras vibraciones, Omar cerró sus ojos y se durmió.

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