La espera
Habían quedado en la estación, junto a la vetusta vendedora de flores. Él llegó primero. Compró unos lirios y esperó frente al mural de azulejos; réplica de la estación. Caviló qué decirle, pero, cansado de esperar, se distrajo observando la imagen. Fue seducido por ella, por los trazos de las vías del tren, por las figuras que esperaban en el andén, por la silueta del dorso de un joven. Cuando ella llegó, no lo halló allí. Tan solo estaban la anciana y el grabado de azulejos, donde un joven de espaldas portaba unas flores.





Desplumado
El detonante no fue la sucesión de incontables coincidencias: la llamada de su jefe, el vuelo imprevisto, la mancha de café sobre su camisa recién planchada, la consiguiente ducha, el no encontrar los pasajes entre la pila de papeles, el salir hacia el aeropuerto a toda leche, el embarcar en el último instante. Se debió a ese comentario, tecleado desde el pasillo de embarque, que colgó en su red social. En su muro todos pudieron leer: “¡He llegado de chiripa! Aunque creo que con tantas prisas dejé la ventana de casa abierta”.




Daltónica
Acudió en mi rescate en un flamante deportivo blanco. Vestía a la italiana, aunque denotaba un marcado acento francés. Se deshizo de aquellos dos tipos, con unos certeros movimientos. Luego me llevó a casa. Yo le invité a subir. Él reusó cortés. Pero al final ganaron mis encantos. Mientras él dormía, me carcomió la duda. Así que cavilé la forma de comprobar si se trataba de un auténtico príncipe azul. Por eso, le cercené las venas. El amarillo fluido reveló que era un impostor.

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