Mi idea de tranquilidad en aquel tiempo, tenía que ver con, por ejemplo, no sentir la obligación de ir los domingos a la misa de 10:00 y escuchar los aburridos sermones del padre Augusto, un vasco de sesenta años que se había metido a cura porque lo consideró lo más conveniente dada su incipiente fealdad. Esto no es una suposición mía, él mismo lo había confesado. No en una confesión. Me lo comentó, tiempo después, en el bar de la esquina de la iglesia, también un domingo, en que como todos los domingos después de misa, o como todos los días, no tenía nada para hacer en la iglesia, y se sentaba allí hasta llegado el mediodía a tomar una gaseosa tónica. Luego dormía la siesta y luego solo él lo sabía.
El padre Augusto cumplía con su misión de cura como cualquier hijo de vecino que trabaja porque no le queda otra en una oficina, por un sueldo de medio pelo para abajo. Daba la misa y después si había un Dios o no juzgando o ayudando o perdiendo simplemente el tiempo, era ya un problema que estaba más allá de su preocupación. Lo único que le faltaba era percibir un salario por sus conferencias dominicales, pero eso era mucho pedir, y además sabía que no lo merecía. Sin embargo mientras cumplía su horario laboral de 10:00 a 11:00 era un reverendo hijo de Dios. A menos de la boca para afuera, y sin tener en cuenta que yo me aburría. Porque no toda mi vida estuve tranquilo. Cuando aún no tenía la capacidad ni el suficiente derecho de decidir no ir a misa, mi padre me arrastraba hasta la iglesia como si fuera un gato con una correa. Los perros casi por naturaleza saben lo que es eso. Cuando se las colocan no dicen ni mu, y automáticamente comienzan a caminar cuando sus amos caminan, y se detienen si sus amos se detienen. Para los gatos no funciona de esa manera. Siempre me dio un poco de asco esa palabra. Amo. No me refiero al verbo en presente simple, primera persona singular, esa más bien me dio muchos problemas, sino al sustantivo, y me pregunto con qué derecho el hombre se considera el amo del perro, debe ser que el perro es demasiado bueno o que tal vez no tiene la capacidad de elucubrar planes en su contra, en contra del hombre. Pero volviendo al asunto mi padre me arrastraba y yo era como un gato con correa. No llegaba nunca al punto del berrinche insoportable que sí hacía Tomás, que casualmente se llamaba o se llama, sabe Dios dónde andará ese chico, hoy será un hombre grande, igual que el gato de la historieta, y al que el padre Augusto, con voz menos ronca, más pelo, pero igual de feo, lo saludaba siempre como “Santo Tomás”. Pobre, qué manera de sufrir su infancia. Yo no berrinchaba de esa forma pero dejaba una clara postura de fastidio y semi desesperación. En aquel tiempo el padre Augusto todavía no se atrevía a reconocer nada, por lo que imagino yo que creería un poco más en Dios que ahora, o al menos se mentiría sin darse cuenta o creyendo sus mentiras. Uno cuando se viene viejo se aburre de fingir. Se aburre porque se aburrió de haberlo hecho tanto tiempo, no porque uno alcance la iluminación de la verdad o sepa más secretos que antes, o porque se reconozca a uno mismo. Uno simplemente se convierte en lo que es. También se comienza a añorar, qué estupidez, al hombre que uno era, la virilidad, el poder subir escaleras sin agitarse, el visitar algún club nocturno o practicar algún deporte, el que te mire por la calle alguna señorita, de viejo te miran por la calle con ternura pero porque sos un viejo tierno, o con desprecio pero porque sos un viejo de mierda.
Se termina viviendo con el deseo de ser como uno nunca debió haber sido. Por eso luego de aburrirse de fingir uno quiere volver a seguir fingiendo pero ya no te da el cuero. Entonces uno es uno.

El padre Augusto en aquel tiempo evidenciaba amor por lo que hacía, y de eso estoy convencido porque si a mí, que no soportaba escucharlo dos minutos seguidos y que además a los tres ya estaba cabeceando, lograba rozarme, de lejos, alguna veta religiosa extraviada en mi cerebro y me hacía caer en la trampa de creer durante cinco segundos que quizá había que prestarle atención, al menos para comprobar que algo de lo que decía tenía sentido, era porque la pasión que demostraba en ese momento era admirable. En realidad no lo era, según confesó en el bar otro domingo, pero en ese momento yo no lo sabía, y él tampoco. En aquel tiempo, mientras toda la feligresía estaba de rodillas, incluyéndome, como perros que acatan las órdenes de sus amos, porque el padre Augusto decía de pie y todos de pie, sentados y todos sentados, cantemos y todos cantando, de rodillas y todos de rodillas, yo lo miraba entre mis manos juntas y mientras levantaba el cáliz y levantaba la hostia él cerraba los ojos y casi un halo de luz lo cubría. Hoy apenas si levanta esos adminículos, los ojos los revolea para cualquier lado y la iglesia es una penumbra con olor a humedad. Eso sí, la hora de misa la cumple a rajatabla, así como su duración.
A medio camino entre su pasión y su desencanto, el padre Augusto ya había empezado a dar claros signos de que las cosas le estaban comenzando a importar poco y nada o que estaba empezando a sentir el gusto del desengaño. Algunas veces hasta gastaba bromas bastante pesadas en los momentos menos pensados. Uno de esos momentos fue el casamiento de Pablo Martínez que era uno de los tipos más ricos del pueblo. Pero la culpa de eso la tenía el padre. No Augusto, sino su progenitor. El padre de Pablo Martínez, Enrique. (Por las dudas aclaro que Pablo Martínez y el padre Augusto no eran hermanos).
Todo el mundo sabía que no había tenido ninguna participación en los orígenes de la fortuna familiar pero él se la pasaba diciendo que había aportado juventud e ideas nuevas y no sé qué otras patrañas a la empresa de su padre, y que gracias a él la empresa pudo mantenerse en pie luego de la profunda crisis por la que pasó el país. En el pueblo era lisa y llanamente el hijo de Enrique Martínez y eso lo sacaba de sus casillas. Por supuesto al casamiento fuimos todos, hasta mi padre, que para ese momento el que lo arrastraba era yo, porque quedó postrado en una silla de ruedas luego de caer cinco metros mientras arreglaba el techo de la iglesia. Un milagro. (Que no se haya muerto de la caída. Murió el pobre unos años después, seguramente de aburrimiento).
El padre Augusto se había puesto su mejor sotana, acaso como un claro gesto de ironía. La ceremonia la dio como si estuviera pegando estampillas en la oficina de correos, pero al momento de leer la fórmula matrimonial, y con un tono de voz ceremonial que solo se lo escuché en la primera misa que celebró en el pueblo, en lugar de decirle a la novia “Acepta por esposo a Pablo Martínez” dijo “Acepta por esposo al hijo de Enrique Martínez”.
Según me confesó tiempo después en el bar, mientras tomaba su gaseosa tónica de siempre, no lo hizo porque Pablo Martínez le pareciera “un tipo vanidoso, con aires de superioridad y mala persona”, sino porque “era un tacaño, el hombre más rico del pueblo y dejaba treinta centavos de limosna, joder”.
El padre Augusto evidentemente ya no era intermediario de nadie y mucho menos de Dios. Antes se preocupaba por todos los problemas de cada uno en el pueblo. Ahora quería estar tranquilo y que cada uno se hiciera cargo de su infierno.
Fuera de la iglesia y de sus sermones, tenía una conversación entretenida. No parecía un cura. Yo asistía bastante seguido los domingos a las misas que celebraba en el bar. No eran muy cristianas las conversaciones, pero sus palabras eran sinceras. Y él no se la pasaba ordenando que todos se paren o se sienten o se arrodillen o canten. Yo sinceramente no sé qué será de la iglesia del pueblo cuando se muera el padre Augusto.


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*Publicado originalmente por los amigos de FALSARIA

1 comentarios:

Bárbara Goldar dijo...

Me encantó este texto y me sacó varias sonrisas!

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