Quiero entrar en tus cosas…
y buscar en tu libro de secretos del mar,
darle cuerda a tus juguetes y verlos funcionar…
y buscar en tu libro de secretos del mar,
darle cuerda a tus juguetes y verlos funcionar…
by Michael Shapcott |
Entre sus piernas habita todo lo que no hay, lo que falta, lo despoblado. Pero aun así, se animo a jugar el juego perverso del amor.
Enamorada de miniaturas, minimisimos cuerpos de escaso volumen y densidad, formitas de del piel suave, habitantes de rectángulos de a penas dos centímetros. Caballos, soldados, muñecas pelirrojas, duendes, osos azules, todas miniaturas que no podrán crecer nunca y mucho menos usar sus piecitos para alejarse de ella.
Le serán fiel, hasta que cumplan su destino: perderse en la inmensidad de su casa.
No podrán resistir a tanto espacio hueco. La relación entre ellos y la inmensidad de la casa seria algo así como la de un vaso de agua en una tormenta. No, más bien como un vaso de agua en el océano.
Al principio, ella solía amarlos de manera prolija, utilizaba palabras tiernas, versos repletos de adjetivos carnosos y verbos frenéticos, hasta que la vencía el deseo. Las notitas de amor quedaban olvidadas por ahí. Y ella corría a incrustarlos en sus labios, les daba pequeños besos, tibios, apenas húmedos. En la jerga de los besos serian unos piquitos perfectos, llenos del erotismo y el vértigo de los primeros besos.
Luego los hacia recorrer su cuerpo por caminos tersos. Con la bordes de cada miniatura hacia marquitas en sus pechos, hundía las manitos de plástico en sus pezones, era un dolor dulce que la dejaba siempre al borde algo más. Entonces los chupaba y los metía uno a uno, en sus zonas más humadas. Los cobijaba con su sexo, los sostenía en el punto justo donde su femineidad hacia pie, antes de saltar al primer orgasmo.
La estremecían esas formitas frías en su interior. Los hacia bailar con un ritmo constante, los salpicaba de todos sus jugos, los humedecía bien. Bien.
Solía sacarlos de su cuerpo con pequeñitos espasmos, como si lo estuviera dando a luz, los daba a luz. Entonces cuando ya estaban rendidos sobre su cama, los ponía frente a la ventana y miraba, todavía un poco extasiada, el brillo de sus flujos cubriéndolos y el sol, igual de lascivo, hacia visible cada vértice mojado.
Luego de esos actos, volvía a su mínima existencia, a todo lo del principio, a la ventana que da a un paisaje obvio y sus ojos repitiéndose para si, la misma fotografía y el viento perdiéndose entre las cosas, alejándolas de ella.
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