Esta mañana fui a lo de Omar a buscar la marihuana para cocinar las galletas y armar los porros que tengo que llevarle a mi Negro. Me quedé charlando un rato largo con Omar, y después cuando volvía, me sentí tan a gusto con el solcito, que me senté un rato en la plaza, y pensando en tantas cosas, me quedé medio dormida. Cuando me desperté, ya era de mediodía, y me di cuenta que no había comprado papelillos de liar, así que tuve que volver a la tarde, porque ya no quiero seguir arrancando hojas de la Biblia para armar los porros, no porque me dé culpa, si ya casi ni creo en Dios, que me disculpe pero bien que él bastante se ensañó conmigo si es que existe, lo que pasa es que si fuma esas hojas al Negrito le da tos y le hace peor a los pulmones y yo no quiero que ya nada le haga más daño. Quiero que esté lo mejor posible en esa cárcel inmunda hasta que pueda salir y ahí si va a saber lo que es una madre amorosa, ya va a ver como lo cuido y lo saco adelante, de eso no tengo dudas, solo tengo que esperar.
Pensar que antes, al principio cuando Negrito recién cayó preso, odié con todas mis fuerzas a ese Omar, le hice la cruz, y hasta llegué a decirle en la cara que una rata inmunda como él, no merecía vivir, que era un enviado del Demonio que estaba en el mundo sólo para arruinar a los demás con sus venenos. Pero hablando con Negrito, pude comprender que no era así. Omar es un buen muchacho, que se dedica a vender su marihuana porque no tiene otra cosa que hacer, se gana la vida así y solo le vende a gente grande que sabe lo que hace, y para muchos como mi Negrito es una suerte que existan estos tipos, porque sino tendrían que andar metiéndose en lugares más peligrosos y tratar vaya a saber con que clase de gente. Igual, cuando mi Negrito salga ya no va a tener que andar visitando ningún transa (me da gracia que les llamen así, en mi época así se le decía a chapar, a besarse, transar), porque yo misma me voy a encargar de hacer crecer bien fuertes las plantitas de canabbis que tengo en macetas chicas todavía, en el armario. Cuando florezcan y den cogollos, mi hijo querido va a poder fumar tranquilo su propia yerba, sin correr riesgos de ningún tipo.
Todavía me dura un poco de la alegría que sentí esta mañana en la plaza, ahí debajo de los rayos del sol calentándome un poco. Estos días, cuando hay sol, consigo salir de la depresión, puedo sonreír mirando las palomas y los chicos jugando en la plaza, esas escenas que tanto me hacen acordar a la infancia del Negrito, tantas tardes pasamos allí juntos. Me hace bien el sol de otoño, ojalá todos los días del año fueran como éste.


Lo primero que hago es preparar la manteca, a baño María. Antes, pongo el pedazo de marihuana en una olla con agua y lo hago hervir un buen rato para sacarle los hongos y esa porquería amarilla que según Omar es amoníaco. No sé como a los narcos se les ocurre ponerle amoníaco a algo que termina en los pulmones de la gente. Pero esos si que son unos hijos de puta (disculpen la palabra), que no les importa nada de nada, hasta dicen que orinan sobre la marihuana.
Después, retiro de la olla y dejo secar encima de unas servilletas absorbentes, de esas que uso para escurrir  milanesas. Derrito la manteca con la hierba durante una hora, en la cacerola. Y cuando está listo, dejo en el congelador para que agarre frío y se solidifique bien. Mientras voy amasando, para llegado el momento mezclar la manteca canábica y después hacer los bollitos. Para eso, ya tengo el fuego del horno de barro bien caliente en el patio. Me doy maña. Solita como estoy desde que se fue mi marido, me las arreglo bastante bien.
Armar los porros no me cuesta nada, soy una experta, porque trabajé muchos años armando cigarros con hojas de tabaco para una compañía cerca del Congreso de la Nación, ahí por calle Uruguay casi Rivadavia. Me acuerdo qué lindo trabajo era ése. Yo era jovencita, capaz que andaba por los treinta y cinco, Negrito ni había nacido. Nos sentábamos en una mesa larga que daba a la vidriera del local, donde se exhibían los productos de la cigarrera: habanos de todo tipo, pipas especiales, porta cigarros, paquetes de tabaco, boquillas, muchas cosas más. Era una vidriera hermosa y la gente que se paraba a mirar desde la vereda podía vernos a nosotras armando los cigarros sin cesar, éramos parte del espectáculo, y sabíamos que muchos se paraban a mirarnos a nosotras aunque disimulaban estar mirando lo que había en la vidriera.
Por eso íbamos siempre bien lindas, con esos trajecitos celestes y los gorros de heladeros que nos daban. Trabajábamos sin descanso pero podíamos hablar entre nosotras. Con quien más hablaba yo era con una que como yo también se llamaba Julia. Le dábamos a la lengua a la par que nuestras manos liaban esos cigarros, sin darnos cuenta, se nos iba la tarde. Movíamos tanto la boca como los dedos. Recuerdo esa época como un tiempo feliz, todavía sola, porque aún no había conocido al infeliz de mi marido, y la verdad que entonces pensaba que me iba a quedar solterona para siempre, ya me iba haciendo la idea y andaba por ahí haciéndome la superada ante mis hermanas. Les decía que si estaba sola y no tenía hijos era porque no quería ni marido ni hijos. Que me gustaba la libertad les decía. Qué pavada. La libertad. Después, sola en mi pieza los domingos a la tarde me largaba a llorar porque se había pasado el fin de semana y ningún hombre que valiese la pena se había cruzado en mi camino. Cuando una tiene 35 años y sigue sola, empieza a hacer concesiones en sus gustos. Yo hasta entonces, esperaba un hombre alegre pero inteligente, de ésos que son capaz de decirte algo que te deja pensando toda la semana, que le gustara pensar en las cosas grandes de la vida, como el universo, la filosofía, la música, las almas, la muerte, pero que al mismo tiempo supiera disfrutar de lo sencillo y cotidiano, como por ejemplo un rico mate tomado de a dos en la cama. Quería alguien sensible, esa es la palabra. No esos tipos que se hacen los machos, que solo les interesan los autos, la guita, el fútbol y se creen superiores por cualquier cosa. Llegaba el fin de semana y me iba a bailar tangos a las milongas de Boedo, de Almagro, y cuando cobraba iba a la de San Telmo, donde iban turistas y era mucho más caro. Soñadora, ensayaba los pasos frente al espejo del armario, mientras me perfumaba y me preguntaba quién apoyaría sus fuertes brazos en mi espalda, qué sensuales miradas me guiarían por el salón a través de la cadencia, dónde terminaría la noche. Tipos sobraban, pero nunca aparecía algo como yo quería. Y aunque hacía mis concesiones a medida que pasaba el tiempo, por algún motivo no tenía suerte: mis encuentros posteriores al baile no pasaban más que de un revolcón de un par de días en un hotel. Cuando uno se me enamoraba, era yo la que no sentía nada. Cuando me enamoraba yo, los tipos estaban comprometidos o tenían que volver a alguna otra ciudad que no era ésta, o simplemente sólo querían un poco de sexo, tango y compañía en bajas dosis. Uf, por esa época si que conocí tipos.

Llega el domingo, día de visitas en la cárcel. Llevo mis canastita con las galletas canábicas y tres porros metidos adentro de un tampón armado por mí misma, que a su vez llevo adentro de ya saben qué. Es lo más seguro. Cuando nos hacen abrir las piernas y ponernos de cuclillas a ver si se nos cae algo de ahí adentro, me saco el tampón y lo sujeto con la mano. Por supuesto que a ninguna de las perras guardianas que nos requisan se les ocurriría agarrar el tampón de una vieja como yo. El otro día, una de éstas atrevidas me dijo: “¿A su edad todavía le viene o usa tampón para no perder la costumbre?”. Mocosa insolente, no te contesté porque sé que ustedes fichan a los familiares que les contestan mal y después se desquitan con nuestros chicos que están encerrados.
Eso lo aprendí la vez que el pelotudo de mi marido (disculpénme otra vez, no soy de putear tanto, pero cuando hablo de él sólo puedo hacerlo a las puteadas), fue a visitar al Negrito  y no le quisieron dejar pasar una petaca de whisky que llevaba en un bolsillo interno de la campera. Ni siquiera era para Negrito, seguro que se lo iba a tomar él mientras esperaba. La cosa es que se peleó con un guardia a los gritos, y esa misma noche Negrito durmió en la Tumba, un sucucho lleno de ratas y oscuro donde mandan cada tanto a los que los guardias le agarran bronca por algo.
Al fin aparece mi hijo. Me prometí no llorar pero ¡ay! ¡no puedo!, que boba, se me caen las lágrimas, siento como una tenaza que me aprieta el corazón y lo retuerce, la garganta se me cierra y casi ni respirar puedo. Que suerte que nos dejan abrazarnos aunque sea un ratito y bajo la mirada del guardia, porque cuando el Negro me abraza se me van todas las malas vibraciones, como dice él. Siempre tuvo ese poder, desde niño, cuando me veía llorar sola en la pieza porque su padre algo me había hecho, y ese niño de ojitos negros dulces se me acercaba, y sin decirme nada me abrazaba, y yo pasaba de la pena a la felicidad en cuestión de segundos.
Me cuenta que le faltan frazadas. Que el otoño ahí adentro no es como afuera. Apenas entra el sol y las paredes de la celda son húmedas. Por suerte no peleó con nadie. Se pone contento saboreando la primera galleta. Nos miramos, cómplices y reímos a carcajadas. Pobre, cuánto necesita la marihuana. Es lo único que pide. Eso y libros. Pero ya le traje tantos libros que todavía no terminó de leerlos todos a pesar de que lo único que hace es leer y leer todo el día. Me cuenta que su celda se volvió como la biblioteca del pabellón y los demás presos desfilan para pedirles libros. Él les recomienda que leer y muchos ya agarraron el hábito de la lectura gracias a él.
Mastica la segunda galleta y ya empiezo a ver el particular brillo en su mirada, esa efímera alegría que lo envuelve cuando fuma o consume marihuana en comidas. Siempre va a ser un misterio para mi saber exactamente que siente mi hijo cuando la hierba o sus propiedades entran en su organismo. Lo sabré quizá si algún día pruebo pero nunca me atreví. No sé porque. Le tengo miedo, soy cagona con esas cosas. Ni siquiera me gusta tomar más de un vaso de vino porque sé que me puede llevar hacia un lugar que no conozco y yo a lugares que no conozco no me gusta ir.
Qué lindo es ver feliz a un hijo aunque sea por un rato. Nada en el mundo puede ser más gratificante y cualquier cosa que uno haga por eso siempre está bien.
Me pregunta por el abogado, y para no interrumpir su bienestar, le miento. Le digo que lo ví esta semana, que las cosas van bien, pronto habrá novedades le digo. Es una mentira terrible. El abogado está de viaje y lo único que me dijo por teléfono era que las cosas no iban a ser fáciles.
Cuando le digo esto a mi hijo, sonríe aún más, y entonces no me arrepiento de mi mentira.
Se termina el tiempo. El guarda nos ordena despedirnos. Llega el abrazo final. Mi mano se desliza por su cintura y meto el tampón que me saqué mientras hablábamos en su bolsillo del pantalón.
Vuelvo a casa. Está nublado. Ay Dios, dame fuerzas para soportar estos cinco años que quedan, digo. Y unos segundos después, rabiosa, muerdo los dientes y me digo, no sé para que te pido cosas si no existís. Pero sé que lo hago sólo para provocarlo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

no quería que termine nunca este cuento.
julia.

Anónimo dijo...

ahhh que buena historia muchacho!

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