A cierta edad los chicos se enamoran de las armas de fuego más espontáneamente que de las mujeres. A algunos hombres – siempre violentos para amar – les ocurre de mayores, máxime si los negocios íntimos no andan muy católicos. Tal fue el caso de Emilio Traslaviña, herrero de yeguas y caballos, quien, sin sospecharlo, se transformó de un pobre hombre al que le faltaban agallas para usar la violencia contra nada que no sea su yunque (un pasivo lector del diario de la tarde, un aficionado inofensivo de las armas, un asesino de latitas), en uno de esos psicópatas para quienes nada se interpone entre el deseo y la acción.
Una noche se desnudó con su novia y llevó una botella de pisco peruano a la cama. El lecho estaba cubierto con telas multicolores y perfumado con mirra. Pero estaba tan ebrio que no pudo consumar. Culpó a la mujer por su impotencia – por no ser bonita y gorda, como las mozas que persiguen los enamorados – y se enfureció. Le pidió a la fémina, de mala manera, que lo ayude. ¡Y con la boca!, puntualizó, mientras dejaba ver el extremo de su arma.
- La he besado hace un momento – respondió la mujer. Y sin estar intimidada, lo despreció diciéndole que acariciarlo en ese estado le resultaba algo impuro y frío como tocar el cadáver de un reptil.
Emilio Traslaviña, con su voz vinosa y acarnerada, endemoniado se maldecía por tener una mujer más amarga que el ajenjo. Traslaviña abrió sus piernas y la violó con el caño de una de sus Colts.

Meses tardaron en encerrarlo porque los investigadores no se ponían de acuerdo si sólo los ginecólogos debían revisar a la muchacha, o si balística también tendría que participar.
Hace unos días me encontré a Emilio Traslaviña en un cabaret. Está flaco y silencioso.
¿Abrazará los pechos de una extraña? ¿Beberá el vino de la violencia? En la savia negra de sus huesos o en su corazón tortuoso: ¿escuchará, una y otra vez, el llanto de la china después de que apretó accidentalmente el gatillo en la matriz, y voló el carancho de la desgracia, desgarrándole en el abdomen un boquete de salida rojo de la magnitud de un puño?
- Yo tenía lepra en la cabeza y no lo sabía, era un libertino y un borracho, pero cumplí mi condena y ahora, de a poco, me estoy reinsertando, Federico. 
Yo, por si acaso, no le doy la espalda ni en la iglesia.

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Federico M. Rodríguez (5/1/79, Buenos Aires) es docente y estudiante de literatura. Creció en Tierra del Fuego. Hace unos años reside en La Plata. Actualmente se encuentra buscando una editorial para publicar su primer libro “Senderos de ovejas”. Será un libro de cuentos de aventuras que transcurren en Tierra del Fuego entre mediados del siglo XIX y mediados del XX.
Contacto: federo23@hotmail.com

5 comentarios:

Anónimo dijo...

que lindo como escribe este chico. es maravilloso como usa el lenguaje. que bueno.
gracias.
wilson

Anónimo dijo...

muy bueno el cuento!
muy escalofriante.
saludos a todos.
Susana

Juan Pablo Cozzi dijo...

Tremendo relato. Da para buscar más del autor. Quizás los eufemismos lo suavizan más de lo que deberían.
Recomiendo lectura de este artículo al respecto: http://lecturaserrantes.blogspot.com/2011/03/escupire-sobre-vuestra-tumba-de-boris.html

Anónimo dijo...

Muy bueno! Saludos, Sofía

Anónimo dijo...

Perverso y lindo!
Laura

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