Pueblerina andanada de los aterrados jovencitos por las pasarelas de la vacante estacional. La mano de obra ennegrecida por las cenizas de los formularios del alta que arden en la hoguera de la promesa de sus empleadores, marcha, mecánicamente, por los bulevares de la explotación travestida de oportunidad laboral. Cuando febo azota, desfilan los muchachitos por la pantomima de las primeras entrevistas, a sabiendas de la precariedad miserable de sus futuras ocupaciones.

Allá van, esos son, los señores que vienen de la ciudad capital con sus heladeritas portátiles, sus diarios con titulares catástrofe y los lentes puestos, como parapoliciales a los que les han apuntado las armas sin registrar. Arrastrándose por detrás, las domésticas empleadas babean su deseo de conocer por fin el océano, aunque para ello tengan que untar la mayonesa de oferta en el emparedado veraniego del patrón, vestidas con las remeritas que mandó a estampar la “Señora de la Casa” en impúdica letra molde, con la leyenda : “la chica que me ayuda en casa”.

Allí vienen, colgando como guirlandas del brazo materno, los niños hiperactivos que irán a perderse en medio de la aglomeración populosa que se embadurna el bronceador vencido por encima del sudor del relajo. Y allí estará mamá,  desilusionada con el bañero rescatista de su criatura, porque no se parecerá al david jaseljof de beyguach, ni se le distinguirá la zunga debajo de tanta grasa gestada durante el sedentarismo invernal del aquaman.

Allí vienen, esas familias que luego de la insolación, irán a pagar sus impuestos en tropel (dios no se los impida) para esgrimir el recibo, como si de una estampita beata se tratara, cuando a la Plaza de Mayo los convoque, el improvisado candelabro de la mano dura, que el otrora ingeniero les enseñó a construir con un aleccionador videíto de iutub que recibió más de un millón de visitas antes de empezar la temporada.

Allí viene pelegrinando la clase media en todo su esplendor, con las revistas de chismes ocultas bajo las asilas, al igual que los gobernantes que ellos votan ocultan los destinos de las despanzurradas arcas, de lo que suponen es el Estado. No sea cosa que se sepa en sus círculos de cafetines porteños, que ellos consumen esa pornomiseria de folletín, mientras se desbocan por proteger la moral y las buenas costumbres de la familia argentina en las reuniones de padres del colegio chupacirios donde llevan a la nena. Eso es para el vulgo. Ellos miran a María Laura y a Santo, a la espera de que un día, por fin, este último sonría a cámara y le diga a la co-conductora que la desea y terminen penetrándose en el horario central y la imagen invada el plasma trescientas pulgadas del minimalista living.

Y allí están, estáticos, como estalactitas que acrecientan los índices de empleo de los ministerios,  los subocupados púberes de la costa, que creen ver en medio del malón cómplice de su explotación, a la mismísima imagen de San Cayetano reencarnado en el mediopelo veraneante. Ése que promete pagarles las cuotas de la motito si cambian su sangre por plusvalía. Prometen, esos ciclomotores descascarados que el vendaval del invierno arrastrará hasta la puerta del colegio por donde los adolescentes pasan a buscar a las muchachitas que aman en silencio, en medio del enlodado desdén que sus clientes acalorados jamás sabrán ubicar en el mapa de La Feliz.


El maremágnum de visitantes invasores se les acerca, como zombis de estética jolibudense,   deseosos del populismo de las costas contaminadas, al que se han hecho devotos, después de que los progresistas gobernantes hicieran astillas sus ilusiones de primer mundo, con el versito del devenir nac&pop.  Vienen, agobiados por el aire presurizado de sus oficinas con deck de lapacho y máquinas automáticas de café sintético. Vienen, hartos del bucólico hábitat de sus countrys, que ya no son seguros, como en el despilfarre de fines de los noventa les prometieron. Vienen, abanicando sus fajos de dinero, para espantar las moscas que revolotean en el ácido úrico que expelen los paisanos y los “¿algo más señor?” que irritan sus entrepiernas paspadas por el arenoso relajo de la playa.

Los pareos y las mallas recientemente compradas en la tienda de capitales trasandinos, se destiñen al pisar el asfalto degradé del balneario.

Viene, también, el desfile de híper atrofiados machitos de la ciudad obelisca, que endulzarán con sus importadas fragancias, los oídos de las mariquita pueblerinas, a cambio del derramar de los jugos en los recovecos invisibles del bolichón “gayfrenly” del centro. Ese sótano hediondo  donde las lugareñas pagarán la entrada con un riñón agotado del alcohol de quemar que derraman de los plásticos vasitos de la disco, directo a sus angustiadas tráqueas.

Vienen, como todos los veranos, el capo cómico y su troupe de vedettes afectas a la succión de botas milicas, a bajar las escaleras teatrales del entretenimiento traidor para masturbar el empobrecido deseo del “Señor de la casa”, a fuerza de coreografías tullidas, purpurina pegote y el emplumado sintético que enmarcar los excesos de quirófano de las damas.

Vienen del norte los camiones, cargados de niñas pintarrajeadas con polvo de ladrillo y tierra a satisfacer el hambre culposa de los machos dominantes, que mercantilizan los pliegues de sus pieles sacudiendo el volante con que empapelaron el parabrisas de sus camionetas cuatro tracciones. Ese papelito impune donde los cafiolos prometen dejar de lado la dudosa protección del látex, aunque el precio se encarezca. Total, esos no son sus cuerpos. Ellos son, ante todo, diseñadores gráficos de la propaganda en situación de prostitución.

Vienen el conteiner transportista, repleto de indocumentadas jovencitas que la mirada oblicua del intendente bien pensante, pasa por alto para que no se le arruinen los records de la temporada que le ayudan a pasar el invierno. Ese señor que es capaz de vender los órganos mustios de su señora madre, antes de ocuparse de las niñas. Ese señor que, ocupando el sillón del Rivadavia municipal, juró al matutino que subsidió su campaña, que el loco de la ruta era una superstición del electorado, tan ingenua como el gauchito gil, la cura del empacho con cinta métrica y el voto popular.

Ése señor que alguna vez habrá dicho al oído de sus chacales serviles, que quiere asegurarse que el visitante que reclama seguridad pueda olvidar por un rato su responsabilidades, en los brazos de una quinceañera del norte, esas niñitas que no forman parte de ninguna estadística oficial, que no responden a ningún nombre. O responden, a uno genérico otorgado por el “señor que las cuida”.

El bufón que quiere jugar a monarca, mientras los habitantes de su reino, venden su alma para que así sea, habrá sentenciado en las mesas redondas con sus súbditos, que hay que hacer estallar los cuerpos que haga falta para asegurarse las estadías, el crecimiento desmedido de la línea en la pizarra punzó de la satisfacción ajena y que esa imagen sea la placa roja del canal de noticias capitalino.

2 comentarios:

Cristian Franco dijo...

la mirada de gastón: extraña mezcla de microscopio y puñado de alfileres...

Sofía dijo...

cameo en cámara lenta

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