Puede ocurrir cualquier cosa en un aula. El peligro está presente; eso me gusta. Uno prepara con dedicación una clase magistral y los pibes te la pueden destrozar sin culpa. Otras veces llegás tarde, con las manos vacías y la improvisación no se nota, todos participan como si realmente les importara: esas pueden ser las mejores horas del año. Pero esa situación de eterna sorpresa no siempre es agradable.

En una clase, hace poco, una nena le dice a un compañero una palabra cargada de bronca, defendiéndose y a la vez intentando dañar: boliguayo, le dice. Supuestamente era un insulto, sonaba así. Y además al pibe seguro que le sonó horrendo, porque se paró con toda la furia dispuesto a convertir el bello rostro de la nena en carne picada. Evidentemente lo sintió como una agresión verbal de esas que te nublan las ideas y te hacen contestar a los cabezazos. Tuve que intervenir para que el pibe guardara esas manos preparadas como armas para un duelo. Son pibes que están acostumbrados a arreglar así las cosas: piña y sangre, y a ver quién tiene razón. Quise hablar con la nena, pero no hacía más que culpar a su compañero. Ella tampoco se achicaba, sacaba pecho y con el mentón le decía vení, vení. La saqué afuera del curso y estaba por empezar a darle el sermón sobre la tolerancia y la aceptación del otro, pero vi que su actitud reflejaba hastío. No le interesaba en lo más mínimo. Sentate, nena, le dije con impotencia, mientras me preguntaba cómo se enseña a aceptar al otro. Cómo se le hace ver que somos parte de lo mismo, que las diferencias ayudan a ver las cosas mas claras. En fin, todo eso que creo es importante para la vida.



El resto del día transcurrió con suma tranquilidad. Nada raro. Un día normal en el mundillo escolar. Pero me quedó prendida en el ánimo la palabrita. A eso de las cinco, cuando esperaba el bondi para volver a casa, ya tenía el alma por el piso. Cuando llegué a casa me compré una birra, me senté en el piso y mientras miraba la palmera grande que hay en el patio y le daba unos besos largos al pico de la botella me puse a pensar en que hay momentos en que la vida en el planeta tierra es un verdadero garrón, loco. Alguien que dice algo que toca un nervio y te sala una herida. Algo no resuelto, inexplicable.

Me quedé largo rato en silencio. Pensando. Debe haber sido la cerveza. Seguro. Es que me gusta mucho. No necesito ninguna excusa para pedirle a González, el anciano que atiende el kiosco de enfrente de casa, una bien fría, por favor. La birra me pone en situación, si estoy pila es una de las alegrías de la vida, si la suerte se me ríe en la cara me pone introspectivo. La primera vez que la probé, cuando tenía trece años, un día que no entramos al colegio en tiempos de secundaria, me pareció horrenda. Muy amarga. Después le encontré el gusto, demasiado, y hubo un tiempo en que si no estaba mareado no estaba tranquilo. La angustia que tenía había que aplacarla de algún modo. Una botella era la mejor forma de huir de ese ruidito que me jodía la cabeza. Algo así como esa náusea de la que hablaba Sartre. Más tarde descubrí los placeres de la moderación. Primero lo viví como un caretaje, pero después entendí que se puede vivir la vida de otra manera, sin hacer tantos esfuerzos para caminar derecho y mantener la elegancia.

Entre trago y trago, como si tuviera un De Lorean dentro de la botella, me pegué un viajecito rápido al pasado. Me acordé de algunas cosas de cuando era pendejo.

Esto sucedió: estaba en tercer o cuarto grado. Iba al mediodía al comedor del colegio donde cursaba a la mañana. Llevaba mi plato, mis cubiertos (todos marcados por mi vieja con mi nombre para que supiera que era lo mío) y me sentaba a comer lo que me daban, el plato del día. Por algún motivo que no recuerdo bien me levanté para ir a la cocina y escuché a una de las porteras decir entre risas:

—Cómo comen hoy estos negros, che.

El tono me desconcertó, porque comer me encantaba. Camino a casa sentí por primera vez en mi vida vergüenza. Del hambre, o de ser morocho. Me preguntaba si había algo malo en mi, en cómo era. Y por qué. Cuando llegué a casa le pregunté a mi vieja lo que había pasado. Quería comprender el hecho. No me lo supo explicar bien y terminó diciendo para concluir rápido el tema: no les hagás caso, Walter. Era una mujer ocupada, mamá. Cuando vivíamos en Morón, en esa casa pequeña, éramos nueve. Supongo que tenía muchas otras cosas en que preocuparse. Yo preguntaba con una curiosidad inagotable, y ella trataba de que no le quitara tanto tiempo con mis dudas. El tiempo vuela cuando uno está tapado de trabajo. Había que lavar, planchar, cocinar, esas cosas. Tal vez creyó que me iba a olvidar rápido del problema. Cosas de chicos. Pero no me lo pude sacar fácil de la cabeza.

Algunos años después, en séptimo grado, ya viviendo en Calzada, me anotaron en una escuela privada. Era algo nuevo para mí. Tenía un uniforme reglamentario que me molestaba: pantalón gris, camisa blanca, corbata verde, pulóver azul, blazer azul y zapatos. Los chicos de mi curso venían cursando juntos desde primero. Y como yo era el nuevo, un verdadero extraño en un lugar donde todos se llamaban por el nombre hasta con los del buffet, me convertí en un paria. Solo de ocho a doce. Me empezó a gustar tener toda la mesa para mí. Y como los pibes suelen ser crueles, y yo hacía mi historia tranquilo, comenzaron a hostigarme. Noche sin luna, chupetín de brea, Sugus (que rico caramelo), me decían. Hay un cuento de Bukowski en el que dice que hay gente que nunca sale del patio del colegio. Puede ser.

La cuestión es que yo me quedaba en el molde hasta que un día uno de mis compañeros en el recreo pasa y me empuja:
—Correte, indígena, —me dice.
Ese era un tema que habíamos estado viendo en Historia, los pueblos originarios. Se ve que le gustó. Quería pelear, estaba claro. Me tiró al suelo. Me levanté y, venciendo el miedo que tenía, lo empujé por la espalda. Los que estaban con él le gritaban para cebarlo. Fue una buena pelea. Recibí unas lindas piñas y salí perdiendo. Saldo: la cara inflada, el labio partido, la ropa rota. Pero después de eso nadie más me dijo nada, me gustó saber que podía defenderme. Mal, pero me la banqué. Bien. Uno aprende cosas importantes en el colegio.

Voy enfrente y le pido a González otra cerveza. Bien fría, por favor. La destapo con el encendedor y compruebo que la memoria es una caja negra que guarda todo. Un reducto enorme donde la vida está intacta para cuando una quiera reproducirla para intentar encontrar algunas explicaciones importantes. Parece que nuestro pasado fuera enorme, mucho más grande que nuestro futuro. Crece, nuestro pasado crece. Y todo por una palabrita chota que me hace pensar en cómo fue el resto de mi vida. En cómo tuve que aceptarme. Y cuesta, es un flor de laburo. Porque uno se construye a partir de la mirada de los otros también. Cuando escuché boliguayo en el curso me llevó a todas esas situaciones donde el color de mi piel fue un tema que parecía que le jodía a los demás. Ser negro. Me costaba mirarme al espejo.

Aunque recuerdo también que, cuando estaba con el berretín del escabio, una noche, en una fiesta, un amigo me presentó a su prima. Era una paraguaya preciosa, de una belleza que te volvía loco, de esas que si te piden la clave de la tarjeta de crédito les decís sí, mi amor. Clara, se llamaba. Salimos un tiempo, hasta que me dejó por otro, pero eso no importa. Me acuerdo de ella porque antes de darme un beso me dijo: sos muy lindo. Era la primera vez en la vida que escuchaba algo así. Y fue una suerte de liberación. Yo era otra cosa también. Palabras sencillas que tuvieron un alcance enorme. Clara me salvó de ser un asesino serial. O, por lo menos, un resentido.

Le doy el último trago a la segunda cerveza y pienso si vale la pena comprarme otra. Al día siguiente tengo que trabajar temprano. Mejor me voy a descansar. Y cierro los ojos pensando en cómo hacer en mis cursos para que los pibes entiendan lo maravillosas que son las diferencias.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

grande Lezcano
que bueno lo que escribiste.
va mi abrazo
Martín Wilson


Clara me salvó de ser un asesino serial. O, por lo menos, un resentido.
hermoso

Anónimo dijo...

Muy bueno!

me hizo acordar cuando me tuve que cambiar de la escuela pública del barrio a una privada, eso era algo nuevo para mí, el uniforme que tb detestaba. Pasé a ser la nueva, la que no sabía alemán como todos los compañeros. Me acuerdo que me decían "vos venís de una escuela donde son todos cabezas, no?" y yo me los quedaba mirando con cara de "qué decís? qué estás diciendo?" me acuerdo tb de una vez que en el sobre que te daban para pagar la cuota, yo escribí en mi cuadernoÇ: "se entrega sobre de cooperadora" y la preceptora me retó porque me dijo que ahí no existía cooperadora era sobre de administración, ayyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!!!!! yo venía del otro sistema, del guardapolvo blanco, ojalá me hubiese quedado ahí, con mi guardapolvo y la cooperadora....pero eran tiempos de la egb y las escuelas públicas se iban al descenso, la educación toda..........

Saludos
me gustó el texto!
viva la diferencia

Anónimo dijo...

pd la idea de que pagando era un mejor nivel me parece totalmente falsa y errónea, siempre defendí y defiendo la educación pública para todos y se volviera el tiempo atrás, elegiría tanto más mi guardapolvo blanco que el uniforme verde

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