A mamá la internaron un sábado a la tarde. Yo estaba haciendo compras y me llamó Guillermo desesperado. Llegué al hospital con bolsas de verduras que después tuve que tirar. Cuando prendí el primer cigarrillo atrasado del día tuve la certeza de que me quería quedar ahí con ella, pero Guillermo insistió. Le ofrecí pasar por la casa a buscar ropa para él y mamá que si se despertaba en ese estado se iba a poner como loca. Aceptó. 
 Cuando abrí la puerta de la casa la imagen me alivió. Donde esperaba encontrar torres de cajas, encontré los muebles tal como los recordaba. Solo habían vaciado los placares y una parte de la alacena. Unas pocas cajas de cartón se apilaban en un rincón de la cocina. Me agarró hambre. En la heladera había restos de comida comprada, y en el freezer un pote de helado a la mitad. Lo terminé tirada en el sillón, como hacía en la adolescencia, cuando volvía a casa en la madrugada. Después fui al cuarto de ellos a buscar la ropa.
La persiana estaba casi cerrada. Entré y la subí. Me tiré en la cama para sentir el olor de las sábanas, siempre un lavanda suave, siempre más intenso en la almohada de mamá, donde se mezclaba un poco con su perfume. Abrí el placard y saqué un camisón de algodón, ropa interior y una remera para Guillermo. Lo cerré tan fuerte que no sentí el momento en el que la madera me apretó el dedo.
Corrí a la canilla del baño a dejar que me aliviara el agua fría. El dedo sangraba y me latía. Agarré unos hielos del freezer y me los puse directo, sin repasador ni nada. Los tuve que tirar cuando empezó a sonarme el celular. Lo agarré con las manos mojadas: vi que había varias llamadas perdidas desde un teléfono de larga distancia, y dos mensajes. El dedo me dolía y no me daban ganas de escribir. 
Abrí la puerta de mi cuarto. Estaba intacto, aunque un colchón viejo, apoyado contra la pared, le daba aspecto de abandono. Pasé la mano por la biblioteca vacía y sonreí al mirarme la palma prácticamente limpia: era polvo de unos pocos días; mamá seguía limpiando mi habitación. Me puse a abrir los cajones del escritorio. Encontré agendas viejas, fotos con amigas del secundario, apuntes de la facultad que nunca había tirado. En el último cajón había algunos útiles escolares, paquetes de brillantina sin abrir y pomos de acrílico de la época en la que me gustaba imitar los dones artísticos de mamá. Cuando terminé de vaciarlo noté que los útiles estaban encima de un cuaderno de tapas rojas. Lo abrí y empecé a hojearlo.
En las primeras páginas solo había unas flores de acuarela. Después se sumaban el sol o la luna, y más adelante un animal que parecía un gato doméstico pero que seguramente había querido ser un tigre. Había algunas páginas en blanco, dos, tres, siete. Después los colores y las acuarelas daban lugar al marcador negro. Las páginas blancas se llenaban de dibujitos en marcador negro de trazo grueso. Siempre los mismos monstruos de cuerpo pequeño y cabeza desproporcionadamente grande, con ojos enormes y sin boca. Los Kudis. 
La familia Platz y los Kudis. Guillermo y mamá me habían llevado al cine, y en la película una familia tipo, los Platz, era separada por un terremoto que dejaba tras de sí una extensa y profunda rajadura en el suelo: de un lado de la ciudad quedaban el padre y el hijo, y del otro la madre y la hija. La historia se centraba en la nena y en los planes que iba elaborando junto a su madre para encontrar a la otra parte de la familia. En un momento, la nenita descubría una cueva que la conducía a un mundo subterráneo. Allí vivían unas criaturas mágicas que hablaban en un idioma incomprensible. Se llamaban Kudis y ayudaban a la protagonista a unir nuevamente las mitades separadas de la tierra. Cuando ella subía a la superficie, su familia entera la estaba esperando. Después intentaba conducir a todos hacia el mundo de los Kudis, para que vieran qué criaturas amigables y bondadosas la habían ayudado en la misión, pero nunca más podía volver a hallar la cueva.  
Cuando tenía siete años dibujaba Kudis por todas partes, compulsivamente. En los cuadernos de la escuela, en el banco, en las cartulinas de los trabajos grupales. En las mochilas y las cartucheras. Recordé uno que le había dibujado a una compañera en la zapatilla, sin que se diera cuenta. 
El dedo latía bajo las gasas y las arranqué de un tirón. Me hubiera gustado arrancar también el dedo. Cerré el cuaderno pero sentí que igual ellos se quedarían ahí, mirando con sus ojos gigantescos, mugiendo en su idioma intraducible. Arrodillada en el piso revolví los cajones en busca de un marcador negro. Después pasé las hojas del cuaderno hasta encontrar una en blanco y con la mano temblorosa ensayé la figura de un Kudi. 
Pensé que sería fácil, que la mano respondería al impulso, pero no pude. No pude dibujar un Kudi. Sostuve el marcador entre los dedos y volví algunas páginas para atrás. Entonces los empecé a tachar, uno por uno, hasta que el cuaderno se volvió un libro de páginas negras, y mis dedos estuvieron manchados hasta las uñas. Tiré el colchón en el piso y me acosté con el cuaderno entre las manos. Pensé en la ropa que tenía que llevar al hospital. El olor a tinta indeleble me mareaba, y cerré los ojos.
La llamada de Guillermo me despertó de golpe.


| Sobre la autora |

Lucia Igol, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 1993. ​Estudió Letras en la U.B.A y trabaja como docente de Literatura en escuela media. Desde 2015 participa como organizadora del ciclo de lecturas Noche Equis. En 2016 escribió y produjo junto a "Compañía La Sombra" la obra teatral Una habitación así y participó como parte del "Colectivo Siete" de la curaduría del evento "Videografía de la pampa" para el ciclo literario Radar Literatura (Centro Cultural Recoleta, 2018). Desde 2017 asiste al taller del escritor Bruno Petroni. Fue seleccionada en la Bienal de Arte Joven por su cuento “Princesa”, que integrará una antología editada por Mardulce en septiembre de este año.



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